lunes, julio 25, 2005

Fill the gap

Ahora que no hay mucho tiempo para escribir, estaba pensando qué coños subir. Entonces me dije, bueno, pues algo que ya esté escrito de antemano, ¿no? Así que compartiré lo que desde hace algunas semanas estoy publicando en un periódico regional de por allá lejos en una sierra de la región golfo-centro de este país.

Ojalá les guste.



1.- Cinco años después

Hoy se cumplen cinco años de la victoria electoral de Vicente Fox. Un hecho significativo que modificó la historia contemporánea de México ya que, por primera ocasión luego de 71 años, un partido diferente al Revolucionario Institucional (PRI) accedía al cargo público más importante del país. La culminación temporal de un lento y gradual proceso de democratización en el que se involucraron varias generaciones. Visto a la distancia, el acontecimiento no es algo pasajero o superficial. Sin embargo, casi al final de este primer periodo de cambio, los saldos no son los que se preveían en aquella noche de julio del año 2000.

Vicente Fox fue –sin duda—un candidato exitoso. Su carisma, su discurso y su decisión contagió a muchos votantes, sobre todo aquellos que tradicionalmente están desvinculados de partidos y organizaciones, pero que suelen ser determinantes al momento de definir al ganador. El insuficiente respaldo hacia el candidato del PRI por parte del presidente en turno, Ernesto Zedillo, representó también un factor decisivo en ese suceso histórico. Como lo ha reconocido el propio Francisco Labastida, su candidatura perdió por no haber contado con el apoyo del sistema: "usted es un buen candidato, pero no tiene presidente atrás", le dijo el ex secretario de la Contraloría, Arsenio Farell (El Universal, julio 1, 2005, p. 10).

Las preocupaciones sobre posibles brotes de violencia o inconformidad se disiparon en el momento en que Zedillo apareció en cadena nacional reconociendo el triunfo del candidato opositor. El pulcro papel que desempeñó el Instituto Federal Electoral (IFE) en el proceso ayudó a consolidar ese cambio radical consistente en contar con el primer gobierno de alternancia desde la Revolución Mexicana.

Sin embargo, como he apuntado al inicio, el corte de caja luego de cinco años de este hecho no es del todo positivo. Una breve revisión sobre el desempeño de la actual administración muestra que, lejos de haber cumplido las altas expectativas expuestas durante la toma de posesión de diciembre de 2000, hoy lo que prevalece es un sentimiento de resignación y una nerviosa cuenta regresiva para conocer quiénes serán los candidatos a la Presidencia de México el próximo año.

El gobierno de Vicente Fox ha sido bienintencionado, pero ineficiente. Puesto sobre la balanza, hay más puntos en contra que a favor. La enumeración de estos temas es amplia, por lo que sólo es conveniente repasar los más significativos.


En primer término, no se aprovechó la fuerza y el capital político obtenido luego del triunfo electoral. Las reformas más importantes al marco jurídico y al sistema político no fueron abordadas en un primer momento. Conforme avanzó el tiempo fue mucho más difícil lograr consensos sobre los mismos. Así, la administración actual se vio encajonada por unas reglas del juego desfasadas, por partidos que bloquearon a toda costa sus propuestas y por diputados y senadores que siguieron al pie de la letra la aseveración de que, en este nuevo escenario, "el presidente propone y el Congreso dispone".

Otro aspecto negativo ha sido la incapacidad política del Ejecutivo y su gabinete. Aunque no han existido brotes significativos de inestabilidad social (a excepción de la creciente ola de violencia en el norte del país vinculada con el tráfico de drogas), la percepción que ha dejado este gobierno es que ha perdido el poder y el control sobre asuntos en los que el Estado siempre ha llevado la batuta. Un concepto mal entendido sobre democracia y derechos civiles ha permitido que, en la actualidad, la investidura presidencial haya sido desafiada con la consiguiente pérdida de fortaleza ante la sociedad. Lo anterior no debe entenderse en el sentido de una añoranza por el presidencialismo del pasado, sino como un desgaste innecesario del máximo líder político de los mexicanos.

Como ha afirmado el politólogo Henry Mintzberg (Canadá, 1939), los gobiernos deben ser fuertes y deben ser motivo de orgullo de sus gobernados. Eso es precisamente lo que ha ido perdiendo paulatinamente la administración Fox. En la percepción general, el actual gobierno no ha sido capaz de realizar lo que se ha propuesto (el nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, las reformas laboral y fiscal, el acuerdo migratorio con Estados Unidos), no muestra coordinación entre sus integrantes (las constantes rectificaciones a las declaraciones de funcionarios por parte del vocero Rubén Aguilar), no posee una política exterior clara (los conflictos con Cuba, la derrota por la presidencia de la Organización de Estados Americanos) y no es hábil políticamente (el confuso asunto de la pérdida de protección constitucional del Jefe de Gobierno del Distrito Federal).

Sin embargo, el punto crucial de este desprestigio y desilusión lo representa el propio Vicente Fox. Sus posiciones, su actitud y sus constantes errores verbales ya investido como presidente han frivolizado el cargo público más alto del país. De un tiempo a la fecha es cada vez más constante que el Ejecutivo haga alguna declaración desafortunada o polémica. Su exceso de sinceridad –e ingenuidad—lo conduce a provocar conflictos y tensiones donde no se requiere, así como a confundir aún más el escenario político. Un presidente que pide a la gente no leer para ser felices o que alaba las faldas de su segunda cónyuge es un asunto de llamar la atención.

A favor de esta administración también pueden enlistarse algunos temas. Entre ellos están la promulgación de las leyes de Transparencia y Acceso a la Información Pública y de Profesionalización del Servicio Público. De igual forma, la apertura otorgada a los medios de comunicación, el voto de los mexicanos en el extranjero y el mantenimiento de la estabilidad macroeconómica son aspectos favorables del actual gobierno.


De cualquier forma, el balance sigue siendo desfavorable. Esto es delicado porque lo que está en juego no sólo es el prestigio personal del Ejecutivo y su equipo, sino la preferencia por el sistema democrático de gobierno. En efecto, el buen desempeño de Fox afectará –está afectando—la continuidad de la democracia en el país. A mayor desilusión, mayor será la tentación de volver a un pasado que ha costado mucho tiempo y esfuerzo superar.

Por ello, la mejor celebración en este dos de julio de 2005, más allá de convocar a marchas o manifestaciones en el Ángel de la Independencia, debe ser reconocer los errores, trabajar sobre ellos y recordar que lo que sucedió hace cinco años no es algo que pueda echarse por la borda. Al menos no por un solo hombre.



2.- El otro dos de julio

El pasado sábado no sólo debió servir para rememorar el quinto aniversario de la victoria electoral de Vicente Fox. También debió recordarnos que estamos a un año de los próximos comicios presidenciales. Un proceso que se encuentra ya en una fase avanzada y que, de forma progresiva, irá llamando la atención de los medios y la ciudadanía.

La elección de julio de 2006 tiene diversas características que la hacen única e interesante. Por ejemplo, será la primera ocasión en que el candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI) no será designado mediante la intervención del Ejecutivo Federal, es decir correrá a cargo del propio partido sin un árbitro visible. Esto puede acarrear un cierto riesgo de fractura al interior de su militancia si el resultado no satisface las expectativas de los grupos más importantes.

Sin embargo, tal y como lo han demostrado estos cinco años fuera de Los Pinos, los priístas han desarrollado una notable capacidad de recuperación que puede garantizarles salir bien librados del proceso de elección interna. No sólo se han mantenido relativamente unidos pese a la derrota de 2000 y la multa impuesta por el Instituto Federal Electoral (IFE) por mil millones de pesos, sino que su balance electoral muestra un saldo favorable. De las diez gubernaturas disputadas el año pasado obtuvo siete, incluyendo la del estado de Puebla, la cual fue ganada –junto con la mayoría del Congreso estatal—con relativa facilidad ( 49.62 por ciento de los votos frente a 35.97 de su más cercano competidor).

Otro aspecto interesante es que los comicios de 2006 tendrán como uno de sus principales protagonistas al personaje político más popular de la actualidad. El Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, Andrés Manuel López Obrador, arribará a este proceso con las tendencias de opinión más altas que se tengan memoria para un candidato presidencial. Su posición como alcalde de facto de la capital, que lo ha colocado en el centro de todas las miradas del país, contrasta con lo ocurrido en el pasado con otros candidatos provenientes de posiciones con menor proyección.

Según la medición levantada por El Universal en el mes de mayo, la aprobación de su desempeño se ubicó en 81 por ciento y su calificación fue de 7.9 en una escala de uno a diez (El Universal, junio 13, 2005, p. 1). Algo inusual para cualquier político contemporáneo no sólo del país, sino de otras latitudes.


El aspecto a destacar es que, pese a lo que podría pensarse, estas cifras no significan un pasaporte directo a la Presidencia. El problema radica en que su plataforma, su base y su respaldo, es decir el Partido de la Revolución Democrática (PRD), se encuentra estancado en un porcentaje promedio de votación nacional de entre 15 y 20 por ciento (en el 2000 sólo obtuvo 16.64 por ciento de los votos), lo cual es insuficiente para aspirar a ganar la elección del próximo año. De hecho, en determinados estados el PRD se encuentra por debajo de ese nivel. En los comicios federales de 2003, este partido obtuvo porcentajes de votación simbólicos en Yucatán ( 5.26) y Jalisco (6.67), y casi inexistentes en Campeche (2.40) y Nuevo León (2.12).

Analizando estos hechos en ambos partidos, una conclusión es que el candidato más popular posee un partido débil y, por el contrario, el partido más fuerte cuenta con un candidato a la mitad de las preferencias. Parafraseando a la politóloga Denise Dresser, López Obrador está montado en el Tsuru perredista, mientras que el Ferrari priísta lo conduce Madrazo Pintado.

Por su parte, el tercer partido en disputa, el gobernante Acción Nacional (PAN), posee el panorama más desalentador para el próximo año. Los comicios recientes muestran ya el peso de las facturas que la ciudadanía le hace llegar al gobierno de la alternancia. Pese al apoyo más o menos declarado del Presidente, o como consecuencia del mismo, los índices de votación hacia ese partido han disminuido de forma alarmante. Los casos más notables han sido las derrotas en Nayarit (donde de ser partido en el gobierno pasó a ocupar la tercera posición), Guerrero (con sólo uno por ciento de la votación total) y el multicitado Estado de México (de competir en principio por el primer puesto quedó a más de 20 puntos del ganador).


La elección de 2006 también se caracterizará por dos elementos novedosos. El primero, la nueva composición del árbitro de la jornada, es decir el Consejo General del IFE. El segundo (y más importante), la incorporación de un probable universo de entre 400 mil y 800 mil votantes que viven fuera de México. La reciente aprobación del voto de los mexicanos en el exterior en su modalidad postal incorporará un factor desconocido a estos comicios: la intervención efectiva de aquellos que han tenido que abandonar el país por diversas circunstancias, entre ellas, la carencia de oportunidades para acceder a mejores niveles de desarrollo.

Aún faltan 12 meses para la siguiente cita federal con las urnas. Tiempo suficiente para presenciar acontecimientos que no pueden preverse con la facilidad de antaño. Los 71 millones de electores que estaremos en posibilidad de decidir quién guiará al país hasta el año 2012 estaremos expuestos a toda clase de mensajes en busca de ratificar o modificar nuestras preferencias.

Quizás el único rasgo que puede anticiparse desde este momento es el enorme gasto –y derroche—de recursos públicos y privados en las campañas, la presencia de una excesiva estrategia mediática de posicionamiento de todos los candidatos y la andanada de acusaciones personales para desprestigiar a los adversarios ante la opinión pública. Esperemos que este escenario no se confirme conforme se acerque el dos de julio de 2006.