Cafés, bares y tabernas
LLUÍS FOIE
Europa está hecha en los cafés. Lo dice George Steiner en un espléndido librito “La idea de Europa”. En la conversación con una copa plantada en una mesa o con una taza de café llenando el ambiente de un olor inconfundible. Los cafés centroeuropeos, las tabernas y bares mediterráneos han conformado una civilización. La filosofía griega, el derecho romano y la religión de Israel han puesto los fundamentos.
Pero ha sido en los cafés, más que en las bibliotecas, donde se ha formado esta idea de Europa, tan frágil y a la vez tan sólida. No es la Europa de las cumbres, ni de los presupuestos, ni siquiera de los estados y las naciones. Es la Europa del humanismo que descansa en las miserias y la épica cotidiana de todos. Una Europa que es capaz de autodestruirse y de levantar edificios humanos de un valor incalculable.
En la Viena de entreguerras los cafés eran el centro de la elocuencia y del debate, de las rivalidades y de las concordias. Los que querían encontrar a Freud o Kraus sabían exactamente en qué café buscarlos y los lugares que tenían reservados.
Hace unos años mi amigo y colega González Cabezas me llevó al Procope, el café restaurante de París en el que Danton y Robespierre se encontraron por última vez y donde los padres de la Constitución americana conspiraban contra la corona británica y pergueñaban lo que sería la Carta Magna. Cuando se apagaron las luces de Europa, en agosto de 1914, el socialista Jaurès caía asesinado en un café parisino. Es en un café de Ginebra donde Lenin juega al ajedrez con Trostky. El primero moriría prematuramente y el segundo caería asesinado por el catalán Mercader en una casa de México.
Los ratos más entrañables que recuerdo de mi estancia profesional en Washington no son las salas de prensa de la Casa Blanca o los pasillos sin personalidad del Departamento de Estado. Ni la avenida de Pennsylvania o el ancho y majestuoso Mall. Muchas noches acudíamos al “Saloon”, un bar de Georgetown en el que con Rafa Ramos, Enrique Ibáñez y Ramón Vilaró dábamos rienda suelta a nuestras juveniles fantasías sobre cualquier cosa. Ramón Pedrós se dejaba caer alguna tarde y nos contaba sus experiencias rusas.
El café o el bar es la gran escuela de periodistas, escritores y políticos. Es una de las escuelas de la vida. Bouverie Street es una callejuela londinense de mala muerte en la que corresponsales, espías y columnistas de todas las procedencias y pelajes recogíamos la información para mandar nuestras historias a los diarios.
Pero las ideas se maduraban en los bares de Fleet Street, con pintas de cerveza y con botellas de vino barato. Raúl del Pozo y Julián Martínez terminaban pronto sus crónicas por escribir en lo que entonces eran diarios de tarde. Pasaban por mi despacho para avisarme de que me esperaban en el “pub” de la esquina. Al llegar una o dos horas después solía haber varias botellas vacías sobre una mesa. La conversación fluía con gran dignidad y profundidad.
De esto hace un cuarto de siglo. Y la amistad con todos esos colegas con los que compartimos tantos ratos en los cafés de Londres, Washington, Buenos Aires y Moscú perdura por encima de todo. Aunque no nos hayamos visto desde entonces.
El café Gijón en Madrid o los cafés de los modernistas catalanes, el Ateneu de Barcelona, el Zurich de la calle Pelayo, el Sandor de Francesc Macià o incluso la Oca de hoy, un tanto desvencijada, es el espacio en el que se da vida a los grandes proyectos. Incluso a las grandes desgracias. En los cafés se mata el tiempo, se conspira sobre todo, se habla de lo que no se sabe, se murmura, se ríe y se llora. Según le vaya a cada cual.
Reivindico los cafés, los bares y las tabernas como centros imprescindibles de cultura y de humanismo. Mientras haya cafés habrá diálogo, conversación y debate. Habrá vida. Claro que hay más cosas, más importantes y más trascendentes. Pero es en los cafés donde adquieren la capa imprescindible de la fragilidad humana.
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