El triunfo de los ´duritos´
Mauricio Merino
No creo que el espectáculo con el que se inauguró el nuevo sexenio sea también su destino fatal. Pero moderar la polarización gestada desde las campañas y la crispación que se instaló en la vida política del país a partir de la noche del 2 de julio no será cosa fácil, y menos si a cada oportunidad se añaden nuevos agravios y motivos de encono. Sin embargo, evitar el escalamiento de los conflictos no sólo es posible, sino que resulta indispensable para rescatar el régimen democrático. No es una opción, sino un imperativo vital.
El problema es que resulta casi imposible imaginar que ese propósito pueda cumplirse con las reglas que se fueron quebrando a lo largo del año. No se trata de una operación rutinaria, sino de conjurar los riesgos de una ruptura que está amenazando el funcionamiento de las instituciones políticas. El verdadero peligro de la bufonada montada en San Lázaro nunca estuvo en el incumplimiento de los retruécanos legales que exigía la protesta constitucional del nuevo Presidente de la República, sino en el doble mensaje de fragilidad y frivolidad que transmitió nuestro Congreso. Los poderes políticos aparecieron capturados por el capricho y se mostraron incapaces de responder con eficacia a la crisis planteada. Los partidos mostraron su falta de voluntad para construir acuerdos razonables para todas las partes y su oportunismo político, a costa de las instituciones en las que actúan.
No hay duda de que la mayor responsabilidad debe cargarse al PRD. Pero sólo desde una posición partidaria podría afirmarse que el PAN debe salir indemne. Aun desde la visión más indulgente posible, habría que tener presente que el partido mayoritario lanzó las primeras piedras de la polarización que estamos viviendo (y lo siguió haciendo a través del hoy ex presidente Vicente Fox, hasta el último día de su mandato), sin ofrecerle a sus adversarios salida política digna. Si se mira con cuidado, se verá que se han mostrado, desde un principio y hasta hoy, tan intransigentes como sus enemigos. Por su parte, el PRI ha jugado a la ambigüedad calculada. De modo que el escenario está dominado por los más duros y nadie parece tener las agallas para apostar por las posiciones políticas moderadas. Sin duda es más fácil seguir a la masa y cobijarse tras las siglas del grupo que atreverse a cruzar hacia la otra orilla. Pero la virtud del coraje, en este momento, no está en el machismo político y en la multiplicación de los adjetivos, sino en la defensa tenaz de la democracia.
Por eso no comparto la postura de quienes prefieren buscar culpables y seguir añadiendo pruebas de cargo para llevarlos al paredón. No estamos ante un crimen sino ante la quiebra de las reglas del juego que nos habíamos dado para construir una democracia de largo aliento.
Y en ese sentido, cualquier ejercicio de memoria nos remite de nuevo a la polarización del conflicto: si el PAN tomó la tribuna fue porque el PRD lo hizo para impedir el último informe de Fox y porque amenazó con volver a hacerlo en la toma de posesión; si el PRD tomó la tribuna y amenazó con volverlo a hacer, fue porque Fox vulneró las reglas que debió respetar durante la campaña; si Fox apoyó al candidato de su partido fue porque los gobiernos locales del PRD se volcaron a favor de los suyos; si el PRD utilizó sus recursos para ganar los comicios fue porque el PAN echó mano de la campaña negativa más lamentable para derrotar a la mala al candidato del PRD; si el PAN recurrió a esos medios fue porque antes López Obrador insultó al presidente Fox y amenazó al PAN; si López Obrador agredió al presidente Fox fue porque éste buscó sacarlo de la contienda mediante el desafuero; si Fox promovió el desafuero fue porque López Obrador faltó a la ley descaradamente, etcétera. ¿Dónde podríamos detener esta larga cadena de despropósitos? En dos versiones firmemente arraigadas en el imaginario propio de cada partido: del lado del PRD, la idea compartida de que el resultado electoral fue fraudulento y la elección les fue arrebatada; y del lado del PAN, la convicción de que el PRD es un partido violento e intransigente al que debe atajarse con todos los medios posibles. Dos versiones irreconciliables que han abonado el terreno para las posiciones más opuestas a cualquier reconciliación democrática que, de paso, han arrastrado tras de sí a la opinión pública.
No obstante, la democracia es el territorio de los moderados. De quienes han advertido que la disputa por el poder político sin el respaldo de reglas civilizadas pertenece, en realidad, a quienes están dispuestos a perder todo o, en el extremo opuesto, a no perder nada; es decir, a quienes se niegan a aceptar la incertidumbre de los resultados a cambio de la certeza de los procedimientos pactados, porque creen tener los medios de poder suficiente para imponer su voluntad a los otros, o porque han decidido apostarlo todo al incendio institucional. En ambos casos, aunque los argumentos sean diametralmente distintos, los propósitos y los medios son similares: la destrucción del enemigo por cualquier vía disponible, incluida la violencia física. En el camino, los duros apelan siempre a la legitimación de sus actos mediante la construcción de discursos que, invariablemente, apelan a la justicia y a la necesidad de destruir al enemigo irreconciliable para defenderla. Los duros suelen disfrazarse de redentores y, a veces, creen con sinceridad que lo son. Y eso los hace mucho más peligrosos.
En cambio, los moderados saben que la razón absoluta no existe y que, eventualmente, lo mejor que le puede ocurrir a la convivencia no es el diseño de mundos ideales sino la organización de los procedimientos indispensables para ponernos de acuerdo. Es un propósito más modesto, que sin embargo ha producido los mejores resultados que ha conocido la humanidad. Esos procedimientos no eliminan al adversario, lo restringen para evitar las pruebas de fuerza y el uso de la violencia; no acaban con los conflictos, pero les dan un cauce ordenado para solucionarlos. No impiden la ambición de poder, pero le ofrecen un método para encauzarla de manera civilizada.
Pero nada de eso ha ocurrido esta semana, ni sucederá mientras los duritos de cada partido sigan dominando el escenario político. Se ha sugerido incluso que, para que la democracia se asiente finalmente en México, tendría que venir un cambio generacional en nuestra clase política. Pero para entonces ya sería demasiado tarde. Lo que urge es escampar el terreno para los moderados. Seguramente no son tan machos como los duros, pero son más valiosos.
Profesor investigador del CIDE
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