Mi casa, tu casa, su casa
Así se llamaba un antrete de mi pueblo poblano. Estaba cerca de mi hogar y lo más llamativo que tenía era --precisamente-- el peculiar nombre. También se le conocía por "la casa verde" por razones más que obvias.
Este año cumpliré 14 en la Ciudad de México, el sitio donde nací, pero al que volví después de 17 en el susodicho municipio sierranortepoblano. El Distrito Federal --o "México" como casi todo mundo en provincia le llama a la capital del país-- no me es ajeno: aquí venía de vacaciones y, a diferencia de varios contemporáneos, antes de instalarme de manera definitiva ya conocía algunas zonas cruciales. Además, siempre me ha gustado. Creo que es la única ciudad mexicana que puede competir de igual a igual con otras urbes del planeta.
El primer sitio a donde llegué fue a una colonia cuyo nombre lo dice todo: "Victoria de las Democracias", allá por el rumbo de la delegación Azcapotzalco. Frente a esa casa había una vía de tren por donde pasaba una interminable fila de vagones a determinadas horas del día. El rumbo era como bravo, cerca estaba la Vocacional 6 del IPN, un "Blanco" (antigua tienda departamental) y el Circuito Interior. Ahí pasé sólo dos meses que fueron, al mismo tiempo, esperanzadores y aberrantes.
De ahí me mudé a Santa Fe. En efecto. Pero no al del primer mundo. No. Me fui al original, al mismo que describía una pintada en una pared de la avenida Vasco de Quiroga como el pueblo que fundó en 1532 dicho personaje. Fue en la Unidad Belén, un espacio semi-privado enclavado en una especie de barranco, de esos que sobran por tal rumbo. Aunque estaba como apartado de todo lo que sucedía en "el pueblo" (así le conocían), no fui ajeno a los avatares de aquella demarcación: fiestas sonideras de sábado por la noche, asaltos a plena luz del día, sensación de ambiente rudo. Alguna vez unos tipos quisieron asaltarme en un antiguo Ruta 100. No sé si tuve demasiada suerte o simplemente guardé la calma debida, pero no pasó a mayores. En fin. Ahí estuve cuatro años, casi toda la universidad.
Luego, ya graduado y trabajando en el Ministerio, el mismo día del primer concierto de los Rolling Stones en México durante su segunda visita, es decir el 7 de febrero de 1998, le llamé por teléfono al Pancho, cogí mis cosas, las metí en cajas de huevo que había comprado en el Aurrerá de la zona y me fui directito a Narvarte, al todavía piso del Efrén ubicado en Concepción Béistegui. Un cambio radical de ubicación. Ahora estaba en Benito Juárez, la cual es, según las mediciones del PNUD, casi como vivir en un länder alemán o en Luxemburgo. Ahí estuve seis meses. Compartí la vivienda con el dueño, con su primo Héctor y con Jorge. Por ahí pasaron varias chicas también y vimos algunos partidos de Francia 98 en una pequeña televisión de 14 pulgadas en blanco y negro. No puedo negar que la convivencia fue buena. Yo ponía mucho Oasis por aquellos días y la vecina se quejaba de mi tos nocturna. Viéndolo a la distancia... fueron buenos tiempos.
Sin embargo, llegaron las hermanas de los dos primeros y hubo que moverse. Entonces, sin saber exactamente hacia dónde dirigirme, le pregunté a mi colega Manuel si no sabía dónde podía arribar con mis todavía escasas pertenencias. Ahí fue donde me sugirió irme al piso que acababa de comprar. Un viaje todavía más al sur. De hecho, lo más al sur que he vivido alguna vez. Llegué a la colonia Toriello Guerra, la cual está por allá en el cruce de Tlalpan y Periférico, a un conjunto de edificios bastante simpático y medio fresón. Desde el sexto piso vi la vida pasar también durante seis meses. Hubo un efímero flatmate al que Said le llamó "el snob". En efecto, así era el muchacho. Acababa de regresar de Cambridge y se sentía como el próximo presidenciable. No hicimos click en ningún momento y un día, tal cual si fuese la mucama, se largó con todas sus pertenencias. Por un lado estuvo muy bien. Por otro no porque se supone que compartiríamos los gastos del mantenimiento y tal. Sabía que el momento de partir había llegado.
Volví a recurrir al buen Manuel, quien ahora me sugirió que su mamá rentaba un pequeño piso en la zona trasera de su casa. En pocas palabras, una especie de cuarto de servicio recargado y ampliado, el cual bien podía pasar como una pequeña casa. Fui a verlo y me pareció muy bien. El único problema era la entrada y la salida: debía pasar de manera forzosa por el interior de la casa de su mamá. Aunque la señora siempre fue muy amable y yo llegué a quererla como de la familia, el asunto siempre me pareció un pelín incómodo. Es decir, a veces llegaba beodo o simplemente no quería ver a nadie y tenía que hacer una especie de esfuerzo sobrenatural para poner buena cara. Además, creo que eso también les sucedía a ellos cuando estaban ahí. Bueno. El punto es que un día de febrero de 1999, con obras de remodelación en la línea 2 del subterráneo, le pedí a un ex chofer del Ministerio que me ayudara para transportar mis pertenencias de Toriello Guerra a Villa de Cortés. Me instalé y lo que yo pensé que sería una estancia breve se prolongó hasta 2006. Visto también a la distancia, fueron buenos tiempos. Sin duda.
Hace un año realicé mi última mudanza. Es decir, última hasta este momento. De la gloriosa Villa de Cortés nos hemos movido un poquito más arriba, a Álamos, en la misma delegación del primer mundo Benito Juárez. Ahí vivo con mi mujer en el quinto piso de uno de esos edificios que han surgido como hongos después de la lluvia gracias a los bandos que emitió el tabasqueño durante su gestión madrugadora. Es una zona bastante bonita, tranquila, pero con serios problemas de estacionamiento y sobrepoblación en aumento. En este piso hemos recibido muchas visitas, hemos conocido gente medianamente interesante y, bueno, pues se ha convertido en nuestro hogar y creemos que será por un tiempo más o menos largo (al menos hasta que terminemos de pagar la hipoteca).
En fin. Así han sido los periplos que he tenido por la ciudad. Si me preguntaran, ¿a dónde te gustaría vivir, Manolito?, contestaría: al sitio al que me voy a ir en el futuro.
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