La ley y el orden
El Guardián, julio 21, 2007.
JMB
Ayer viernes 20 de julio ha entrado en vigor el multicitado nuevo Reglamento de Tránsito para la Ciudad de México y algunos municipios conurbados a esta demarcación. El asunto, pese a ser exclusivo de la Zona Metropolitana, tiene algunos puntos interesantes para la generalidad. Uno de ellos es volver a poner en la mesa el debate de la legalidad y su operación.
Propongo un ejercicio. Pensemos por un momento como gobernantes, es decir como si usted lector ocupara un puesto de responsabilidad pública. Pongamos, por ejemplo, que trabaja en una oficina vinculada con el tránsito de la ciudad en la que habita.
El sentido común le indicará que debe iniciar sus actividades realizando un diagnóstico de sus nuevas responsabilidades. De esta forma sabrá cuáles asuntos van bien y cuáles deben corregirse de forma inmediata o en el mediano y largo plazo.
Usted cumple con esta tarea, pero su compromiso cívico lo lleva a no limitarse a esa labor de escritorio. Se arremanga la camisa y sale a la calle a comprobar lo que los papeles le han mostrado. Usted se percata de manera directa que algunos automovilistas conducen sin el carné respectivo, que no utilizan el cinturón de seguridad, que llevan a sus hijos recién nacidos en el asiento delantero, que se estacionan en doble y triple fila, que circulan fuera de los límites de velocidad, en fin, todo un catálogo de irregularidades que pueden resumirse en la siguiente expresión: no se está respetando la normatividad vigente.
¿Cuál es el siguiente paso? Motivado por sus colaboradores, por los medios de comunicación y por su entorno, usted sabe que lo que viene es plantear soluciones concretas. Es decir, ¿qué va a hacer para mejorar la situación?
Usted recurre a la vieja práctica de reflexionar en solitario, o bien, convoca a varias juntas de deliberación para acceder a la mejor decisión. Sin importar su preferencia, la experiencia ha demostrado que ambos métodos de trabajo suelen generar una gran conclusión: hay que hacer cumplir la ley. Para comprobar lo anterior se puede recurrir a las hemerotecas con el fin de revisar las declaraciones de los funcionarios en el sentido de que, para corregir el rumbo, se debe respetar el Estado de Derecho.
Bien. Hasta aquí el trabajo va fluyendo. Ahora viene otra etapa que consiste en saber si va a aplicar el marco jurídico vigente o si va a crear uno nuevo. Por lo regular, y recurriendo de nuevo a la memoria histórica, la segunda vía suele ser la preferida. Las razones son varias: los funcionarios sienten que están haciendo algo propio, que dan por concluida –de manera simbólica—con una etapa y una carga del pasado y, dependiendo del periodo en que asumieron el cargo, que muestran con claridad su autoridad.
Entonces, supongamos que usted decide modificar todo el marco que regula el tránsito de su ciudad para, de esta forma, corregir todo lo que ha observado que estaba mal desde el inicio de su encargo. Para ello, convoca a expertos, pide la opinión de la ciudadanía, hace el anuncio en los medios de que ya está manos a la obra.
Por fin, y luego de algunos meses de trabajo, tiene su producto terminado: un nuevo Reglamento. La promesa consiste en que, ahora sí, esta guía permitirá una mejor convivencia y garantizará el orden. Dependiendo de su personalidad hará una presentación fastuosa o discreta. El punto es que, piensa, ha llegado al final de su encomienda y ahora sólo se trata de que el ordenamiento camine.
Durante las primeras semanas la ciudadanía está involucrada en el tema. Ante la amenaza de sanciones severas, la mayoría lee el texto, lo graba en su memoria y lo aplica durante sus travesías. Usted, como funcionario, ha sorteado esta primera etapa de evaluación con relativo éxito.
Sin embargo, los problemas comienzan a aparecer. De repente, un automovilista no respeta la entrada de un domicilio particular y no pasa nada. Otro obstruye un paso cebra y tampoco hay sanción. En las escuelas las señoras se estacionan donde pueden –y donde quieren—bajo el argumento de la prisa, encaran a otros padres de familia que también tienen mucha urgencia y, al final, todo se resuelve con un intercambio limpio de insultos.
¿Qué sucede? La flamante legislación comienza a flaquear no por su insensatez o por debilidades en su redacción. No. Simplemente no existen los mecanismos para llevarla a la práctica real. Es decir, la administración pública no cuenta con los recursos suficientes para cerciorarse de que ésta se aplica. Y, peor aún, aunque tal escenario se cumpla, por ejemplo, que haya agentes de tránsito en las esquinas, la confianza del ciudadano se viene abajo cuando nota que, otra vez, todo puede arreglarse a través de las vías informales (aunque dicha situación esté penada en el nuevo ordenamiento).
Usted, funcionario público, en la soledad de su oficina le dará vueltas al asunto. La cosa se dirige al mismo escenario que conoció en su diagnóstico y que prometió modificar con su actuación. Sus intenciones y esfuerzos han sido loables. Nadie lo puede dudar. Pero el punto es que la inercia de las cosas parece ser inevitable, al menos en su ciudad y en su país.
Dos escenas vienen a su mente. Una es la de sus profesores universitarios que le repitieron hasta la saciedad que lo importante en el ejercicio del poder público (y en la vida misma) no sólo son los qués, sino los cómos. Otra es la del Jefe Gorgory de Los Simpsons afirmando que la ley no está para protegerte, sino para castigarte.
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