miércoles, julio 18, 2007

La ambigüedad calculada

Mauricio Merino

No hay síntoma más elocuen-te de la pobreza democrática de una clase política que su ambigüedad frente a la violencia. Sin duda, el uso de ese recurso puede tener muchas explicaciones, pero ninguna alcanza para convertirse en una justificación plausible para la democracia. Por el contrario, la violencia es el enemigo principal de ese régimen, y también la forma más eficaz para destruirlo.

Entre los miembros de la clase política (es decir, de quienes forman parte de los poderes públicos y de los partidos que integran la representación popular), la negación de toda forma de violencia no debería estar siquiera a discusión.

Desde cualquier punto de vista, y aun con todos los retruécanos ideológicos que se intenten, el uso de la violencia significa la derrota de los medios construidos para resolver (y si no, al menos para gestionar) los conflictos y las contradicciones sociales de manera pacífica y, en consecuencia, también simboliza el fracaso de quienes han asumido la responsabilidad de ejercer el poder político a nombre de los demás.

Es mentira que el único responsable sea el gobierno de turno. El hecho de que haya grupos que sigan pensando que el gobierno es una organización monolítica, a la que literalmente se le puede bombardear como si fuera un montón de edificios y no un conjunto de instituciones políticas, no convalida en absoluto que el resto de los actores políticos del país piensen lo mismo. No importa cuántas veces se repita ese lugar común, que seguirá siendo falso que el país esté gobernado por un solo partido o un solo grupo.

Si algo cambió en México durante los últimos 20 años fue, precisamente, la inyección de pluralidad que vivió el régimen. Una pluralidad todavía insuficiente e inacabada, pero tan inequívoca como la existencia y el predominio de los partidos políticos que hoy susurran apenas su desacuerdo con la violencia.

Ni siquiera Maquiavelo creía que los objetivos políticos propios podían justificar el empleo de cualquier instrumento de acción política. Para el florentino (que estaba muy lejos de pensar en la democracia), los medios podrían aplaudirse, acaso, mientras el príncipe fuera capaz de mantener a salvo la cohesión del Estado. Ningún otro objetivo que no fuera exactamente ése podía resultar plausible en el largo plazo.

Al contrario, Maquiavelo advertía de los riesgos que corrían los príncipes frívolos, cuando confundían sus ambiciones privadas con los grandes propósitos de la unidad y la felicidad de los pueblos que gobernaban. Y desde luego, hacerse de la vista gorda ante la violencia interior no lo hubiera recomendado ni al más audaz de los príncipes.

Sin embargo, en México el pragmatismo se ha convertido en la regla de oro: hacer lo que sea, con tal de obtener los objetivos inmediatos que se persiguen. ¿Qué objetivos? Los que dicta la pequeña batalla por la conquista de otro pedazo de poder político en los próximos días. A diferencia de la verdadera visión maquiavélica, la que sigue ese pragmatismo miope se parece mucho más a las contiendas que emprenden los burócratas de una oficina pública por ganar la redacción del oficio siguiente. Detrás de esos pleitos no hay nada que valga la pena, más allá de la derrota del adversario de junto.

Otra cosa sería que, al tiempo que condenaran inequívocamente el uso de la violencia, los partidos buscaran discutir y reconocer las causas que le dieron origen. Que buscaran construir un acuerdo mínimo para sumarse a la defensa común del Estado democrático de derecho, sin reparos ni estrategias del día. Que admitieran que todos ellos gobiernan el país, ya desde las posiciones ejecutivas o ya desde el Legislativo, y que su propósito compartido tendría que ser la construcción de respuestas factibles para impedir que los violentos logren persuadir a nadie sobre la bondad de sus medios. Que los partidos comprendan y asuman que la amenaza de la violencia también está enderezada contra ellos y que son ellos, antes que nadie, quienes están obligados a conjurar el peligro, por trivial que parezca.

En contrapartida, el refrendo del compromiso de los partidos con la vigencia del régimen democrático serviría para frenar las pulsiones militaristas que también se están implantando en el discurso público del país, como correlato del desenfado de la clase política. Pocas cosas se han probado más en la historia contemporánea que la inutilidad, e incluso el añadido de nuevos y más graves peligros, que acarrean las respuestas exclusivamente militares frente a los grupos violentos. La escalada militar ante la amenaza cumplida es un método casi seguro para producir una espiral de agresiones sin sentido democrático alguno, como lo atestigua la historia de finales del siglo XX en América Latina.

Por lo demás, a estas alturas ya sobra insistir en que la violencia jamás ha conducido a la construcción de regímenes democráticos. Los medios de fuerza siempre producen espirales de violencia y más ganancias para quienes están dispuestos y tienen los recursos para acudir a ellos.

Y cuando han llegado a tener éxito en el plano político, su resultado ha sido la implantación de dictaduras igualmente violentas o de regímenes autoritarios de todo cuño, pero jamás han derivado en un régimen democrático. De modo que solamente desde la ignorancia supina o la mala fe puede suponerse que apoyar a esos medios, o quedarse callado ante su llegada, puede traer buenas noticias para los ciudadanos comunes.

Está tan descompuesto el país, que incluso me da pena que este artículo tenga algún sentido ante la obviedad de su planteamiento: que existan razones para reclamar la pereza, el oportunismo o la ceguera de los partidos ante el estallido de los hechos violentos que han vuelto a la escena pública es ya un motivo de alarma en sí mismo. Y que no me digan otra vez, por favor, que advertirlo públicamente es una forma de contribuir a los planes de los grupos armados. El silencio es un cómplice mucho más lamentable, y más aún cuando las únicas voces que se oyen con claridad son las que justifican las balas.

Profesor investigador del CIDE