miércoles, noviembre 21, 2007

La vuelta (II)

La presentación que anuncié en la publicación anterior será a las 19.00 horas en el mismo lugar. Aquí está el artículo de Soler en el que lo da a conocer.

Por cierto, y como extra para finalizar de una vez por todas con el asunto, ayer me enteré que el viernes hubo un aquelarre en Acatlán por la víspera del partido de la final contra el IPN. Con la celebración de la "quema del burro" vino el argüende y el alboroto. Ahí, de acuerdo con mis fuentes, los jugadores de los Osos nos prometieron que iban a traer el campeonato a casa. Desafortunadamente, no se pudo. Snif.



El vuelo
Jordi Soler

Mientras usted sostiene este periódico, cómodamente sentado en su sofá, yo voy volando en un avión rumbo a México, apretujado en un asiento, viendo distraídamente una película pésima, leyendo un libro estupendo o dando ocasionalmente una cabezadita. Sobre todo voy deseando que no venga entre nosotros el cantante Melendi, ese hombre que, como bien sabrán ustedes, hace unos días, a bordo de un avión que iba justamente a México, protagonizó un escándalo mayúsculo, exigió más bebida con tan malos modos, que el piloto tuvo que regresar a Madrid con todo y sus 180 pasajeros. ¿No hubiera sido menos gravoso darle más bebida al cantante? Antes de regresar, y arruinar los planes de todos los pasajeros, podía haberse hecho un referéndum, el piloto podría haber preguntado: "Estimados pasajeros, les habla su capitán. ¿Qué prefieren: regresar a Madrid y posponer trece horas el viaje o que, a fuerza de ginebras, le provoquemos al cantante un coma hepático?". Yo por miedo a encontrarme con Melendi, y con su tenebroso maletín lleno de pacharán, he elegido otra línea aérea y otra ruta para llegar a México donde, y perdonen ustedes el anuncio, presentaré mi nueva novela el próximo viernes 23, a las siete de la tarde, en el Centro Cultural Bella Época (Tamaulipas 202, en la Condesa); me acompañará el poeta Eduardo Vázquez, de quién ahora mismo transcribiré estas líneas, sólidas y definitivas: "frente a su cuerpo el verbo encarna, y las palabras son apenas piedras en el río, que su corriente pule y hace arena". El tenebroso maletín de Melendi, que llegó de regreso al aeropuerto de Madrid, lleno de botellas vacías de pacharán, me hizo pensar en las botellas vacías de Jack London, ese escritor que después de 48 libros publicados, y a sus 40 años de edad, se quitó la vida con veinticuatro pastillas de sulfato de morfina. El dato se conoce con mucha precisión porque junto a su cuerpo fue encontrada una libreta donde estaba escrito el cálculo de las pastillas que necesitaba su organismo para suspender sus palpitaciones. Pero yo iba a contar la historia de sus botellas vacías: cuando tenía cinco años su padre lo enviaba a comprar cerveza; el pequeño Jack llegaba al bar y ponía sobre el mostrador las botellas que eran inmediatamente rellenadas por el barman; un día que hacía mucho calor, Jack hizo una escala bajo la sombra de un árbol y ahí, animado por la sed que lo escocía, se bebió una botella y luego las otras dos, y cuando había logrado ponerse como el cantante Melendi, regresó con su padre y le devolvió sus tres botellas, otra vez vacías. Había empezado estas líneas diciendo que mientras usted sostiene este periódico, sentado cómoda o incómodamente pero en tierra firme; yo voy metido en un tubo a presión, rodeado de gente extraña, a diez mil metros de altura, envidiando a estas líneas que han llegado antes; aterrizaron desde muy temprano, han sido leídas y digeridas y cuando a mí, su autor, me toque aterrizar en México, ya serán líneas viejas, casi del día anterior; serán la prueba contundente de que escribir es la forma más efectiva de volar.