Gobernar es preferir
Gobernar es preferir
No es que preferir sea gobernar, pero no es posible gobernar si no se prefiere, si no se elige, si no se decide. Casi diríamos que gobernar es no limitarse a acertar, si por tal entendemos dirimir limpiamente y sin fisuras una situación. Gobernar viene a ser convivir con alguna suerte de fastidio constitutivo y de fallo realizado. Sólo la arrogancia autoritaria del visionario podría paliar con peligrosa autosuficiencia esta incomodidad. Queda claro que no ha de identificarse, sin más, con mandar. Menos aún, con imponer. Así que resulta curioso comprobar con qué balanza se sopesa un tiempo, un período de gobierno y la contundencia con que se hacen, sin problemas, firmes valoraciones. Por supuesto, los resultados de las mismas son inconmensurables para los partidistas, siempre acordes con su propio escrutinio, salvo que se vincule expresamente, como ha de hacerse, la gobernabilidad con la ciudadanía. Tanto analista y comentarista iluminan, sin duda, pero también empalagan de luz. En ocasiones, demasiada claridad ciega y lo curioso es que quienes habríamos de juzgar, siquiera por nuestra decisión, seríamos quienes elegimos tal o cual posibilidad, y así ha de ser necesariamente. Quienes formamos parte habríamos de ser partidarios y partícipes, sin ser partidistas. Y es a quienes nos compete la decisión.
El asunto requiere detenimiento. Ya Platón pone en boca de Sócrates el consejo para Alcibíades de que quién desee gobernar a los otros ha de empezar por cultivarse para ser capaz de gobernarse a sí mismo. Ciertamente, este requisito, siempre vigente, no se zanja con la absoluta perfección final del gobernante. Es más bien la cualidad del reconocimiento de sus propios límites y el permanente cuidado de sí y de los otros es lo que le otorga autoridad moral. Ello se constata en la capacidad de constituir equipos, de proponer ideas, de impulsarlas hasta venir a ser proyectos viables y de llevarlos a cabo. Y también de generar participación, la de quienes, involucrados, comparten espacios de decisión. Es más cuestión de procedimiento que de genialidad.
Generalmente nos desenvolvemos en el terreno de lo discutible, de lo que puede ser de uno u otro modo. Quienes consideran que no existe este espacio son definitivamente rehenes de un supuesto pensamiento que sólo cabe mantener conservado, a buen recaudo. Sin embargo, las decisiones importantes de la vida, aquellas que Cicerón compara a las de con quien vivir, en qué batalla embarcarse, a qué dedicar la actividad o qué oficio desempeñar nunca son fruto de una mera inferencia lógica. No significa que no estén basadas en buenas razones, en sólidos argumentos, pero no son una simple deducción. Requieren una decisión, reclaman resolución. No es el insensato arrojo de una azarosa opción, sino la prudente valentía de no huir del momento de tomar posición. Más vale, por tanto, presentar las razones, los argumentos, las opciones y señalar las prioridades, debatirlas y hacer ver que estas decisiones son preferibles. Aun siendo aceptables, son, en la mayoría de los casos, cuestionables y revisables. Gobernar requiere esta paciencia democrática.
Gobernar es preferir en un espacio participativo de decisiones compartidas. Es bueno discutirlas, pero desde posiciones alternativas, desde las alternativas que pueden definir otra posición. La alternancia se basa en esas alternativas que han de ser gestos afirmativos. Conviene recordar que la elegancia es la gracia del elegir, la capacidad de saber elegir. No es un aditamento, ni una simple lucida indumentaria. Esta gracia, este don del buen gobernante nos hacen elegir a quien sepa elegantemente preferir. Elegir es preferir a quien sabe preferir.
Ridículo resulta, por tanto, plantear estos asuntos en un combate, sin más, entre la verdad y la mentira, las fuerzas del bien y las del mal, el éxito y el fracaso. Eso no significa que todo sea válido o posible. Ciertamente hay aspectos y decisiones insoportables, y no sólo para la paciencia, también para la ética. Preferir no es imponer a toda costa las ocurrencias. La ansiedad en la ejecución de los proyectos termina efectivamente por acabar con ellos. Hegel denomina a este ardor en vincular, sin mediación alguna, la voluntad y la ejecución "el terrorismo de la voluntad". No puede llamarse claridad a zanjar torpemente los asuntos de modo simple y a pretender abordar situaciones complejas con gestos verticales e impositivos. La valiosa sencillez de un gobernante no ha de confundirse con la simpleza.
Sin duda, se pueden abrir caminos y poner en marcha procesos. En definitiva, un programad e Gobierno es un necesario mapa, con determinados itinerarios y posibles metas. Pero el viaje queda por hacer y no suele coincidir siempre el cuaderno de bitácora o el diario de ruta con los efectivos resultados. Dado que el trayecto está por realizar, por eso resulta tan atractivo que haya quienes gobiernen sin grandilocuencias, sin necesidad de mostrar su genialidad, sin buscar impresionar por su brillantez. En ocasiones, el atractivo no reside en la espectacularidad. La coherencia, la insistencia, la intensidad son más transformadoras que el gesto impositivo sin fisuras. Ello no elude la decisión arriesgada, pero gobernar no es un ejercicio de malabarismo, ni un vuelo de trapecistas, ni un arte de magia. Exige mucha reflexión, mucha conversación, mucha participación. Y saber escuchar, más allá del limitado horizonte de los próximos.
ÁNGEL GABILONDO, rector de la Universidad Autónoma de Madrid
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