sábado, mayo 06, 2006

Antes que muera

Ya reaparecí, aunque por breves momentos, sólo para no dejara pasar una serie de artículos publicados en el confabulario de El Universal sobre Salvador Elizondo:


01 de abril de 2006

Salvador Elizondo (ciudad de México, 1932-2006)

Con la muerte de Salvador Elizondo (ciudad de México, 1932-2006) la literatura mexicana pierde a uno de sus últimos narradores extremos. En libros como Farabeuf y El grafógrafo Elizondo llevó hasta sus últimas consecuencias un ideal de rigor estético que probablemente hoy se ha perdido. Presentamos a continuación tres piezas literarias que rinden homenaje a este maestro de la renovación formal de la prosa: un retrato en el que el propio Elizondo reflexiona sobre la muerte, una apología de su tauromaquia y un ensayo que abarca la totalidad de su obra y lo sitúa, “por su intransigente persecución de la pureza artística y por la ambición, densidad e influencia de su obra”, en el pedestal de los clásicos.
Por Mary Carmen Sánchez Ambriz y Alejandro Toledo; Marcial Fernández; Armando González TorresMás tenaz que la memoriaPor Mary Carmen Sánchez Ambriz y Alejandro ToledoDesde niño Salvador Elizondo aprendió a dividir la vida a la manera de Gracián, en tres etapas: en la primera dialogaba con los muertos a través de la lectura; luego tocaba el turno para hablar con los vivos, situación que remitía a escribir, conversar, viajar y enamorarse; y finalmente estaban los días en que departía consigo mismo. Decía que se encontraba en la tercera fase. Los años del melómano ya habían transcurrido, así como la época de su afición taurina, o el tiempo de descubrir nuevos rostros en la literatura, los sueños del pintor, la pasión por la cinematografía y los anhelos del poeta. Sólo quedaba el hombre que, como pronosticaba, se preparaba para el próximo acontecimiento importante que ocurriría en su vida: “No me da miedo la muerte. Para mí, morir es como cuando uno duerme y no sueña. No creo que haya un cielo y un infierno, tampoco un Dios con barbas. Existe un principio general del universo y por ése me guío”.En los últimos años, los problemas de salud limitaron el tiempo que dedicaba a la lectura. Sin embargo, no abandonó la pluma. Quizá con menos frecuencia que antes, se daba tiempo para ocuparse de sus recuerdos. Escribía en su cama, en unas enormes carpetas que parecían ser libros de actas, y se entregaba a la escritura hasta que el sueño lo vencía. Tenía más de cien cuadernos. No le importaba el destino que tuvieran esos apuntes, y ya había dejado claro que no deseaba que se publicaran hasta veinticinco años después de su muerte, para evitar cualquier alusión a personas vivas. “Cada cuaderno es una bitácora, pero no de las cosas que hago sino de las que pienso. Anoto mis pensamientos, no en forma de diario, sino como notas; a lo que más alcanzo es a escribir lo que se me ocurre. Desde que empecé a escribir quería sustraerme de los géneros literarios. No quería pertenecer a ninguno, no me considero novelista ni ensayista. Lo que trato de armar es una estructura imaginativa. Si sale como ensayo bien, si tiene el carácter de un cuento está bien, si sale como cualquier cosa también lo acepto: no me interesa pertenecer a un género específico.”Enoch Soames, el personaje de Max Beerbohm que retoma Elizondo en un relato de El grafógrafo, tiene la inquietud de si su nombre va a pervivir. Al contrario de lo que le agobia al personaje, el escritor comentaba: “A mí eso me tiene sin cuidado. Mis cuadernos los dejo para que se conozcan después de mi muerte. Posiblemente para ese entonces ya haya sido olvidado”.Del libro no deseadoPara él, los libros eran como los hijos, no podía tener preferidos, “a todos los admite uno”. Cuando se le preguntaba si Farabeuf era el título que más satisfacción le había dado, no se mostraba muy seguro, y registraba: “Hay libros que me ha gustado más escribir que leer, como Miscast, la obra de teatro. Me divertí mucho escribiéndola”.Si se trata de títulos que prefería no recordar, encabezaba la lista la Autobiografía, aunque explicaba que ya no era responsable de ese libro. “Lo que escribí son mentiras o imaginaciones. A los 33 años que tenía cuando la redacté no se puede tener una visión del mundo como para escribir un texto de esa naturaleza, la hice porque me la encargaron. Es un libro que no reconozco como válido, como lo menciono en el prólogo a la edición de Aldus, no tiene ningún valor porque ya ha pasado mucho tiempo y la visión que tenía de la vida en aquella época no corresponde con la que tengo ahora. Hice mal en escribir ese libro. Han pasado muchas cosas que han cambiado completamente mi panorama de la vida.” Y con su libro de poemas, publicado en 1960, le ocurría lo mismo, prefería no recordarlo. “No es que quiera borrarlo, lo que pasa es que soy muy crítico y mis poemas, para mi gusto, no eran buenos. Hay algunos que le gustan a la gente, a mí no.”Esa actitud crítica, acaso severa, lo acompañó en su vida: “Creo que todo lo que he hecho es literatura experimental. Nunca me he atrevido a formular un libro definitivo. En el momento en que llegue a escribir un libro que no tenga el carácter de búsqueda, es que ya habré logrado obtener el dominio de la escritura que pretendo. Por eso todos mis libros, desde Farabeuf hasta Elsinore, constituyen la prosecusión de esa búsqueda que no es siempre la misma. Al principio buscaba la transmisión más directa posible de la imagen mental a la hoja de papel, es decir sin que intervenga lo que media entre la mente y la mano. En ese camino llegué a un texto que muchos han calificado como suicida ‘El grafógrafo’. Tras la escritura de éste, la única salida que me quedaba era la lectura. En ese entonces me topé con un texto que me había causado una especie de desilusión de carácter espiritual muy honda en otra época; lo releí y me señaló que había mucho por hacer; fue Finnegans Wake, de James Joyce. Entonces me di cuenta que ‘El grafógrafo’ no era más que el comienzo”.El proyecto como género literario.Describía el término “proyecto” como un género literario que había frecuentado en los últimos quince años. Cuando se le preguntaba si no veía esto como una actitud de extrema sencillez, disertaba: “Posiblemente sea yo muy sencillo, pero en la realidad mi actividad como escritor se concentra en eso, en formular proyectos porque ya a mi edad es muy difícil realizarlos, si son de una gran envergadura. El proyecto es ilimitado. Sin embargo, así como existe el proyecto mentalmente, su transcripción a la prosa es muy compleja: los proyectos casi siempre son inconcretos o sujetos a muchísimas revisiones. La escritura es un proceso de selección, uno no escribe todo lo que piensa sino una mínima parte de aquello que se piensa. En la imaginación está casi todo lo que uno hace, y es poco lo que uno consigue transcribir de la mente al papel: uno ha pensado muchas cosas y finalmente lo que queda en el papel es muy poco. Hay algunos de mis libros que sí considero como proyectos realizados, me refiero a Farabeuf, Narda o el verano y El hipogeo secreto.”Reconocía en James Joyce a una presencia tutelar, esencial, que marcó su escritura.“Mis lecturas de Ulises, sobre todo, creo que son las más valiosas que he hecho.” Otro autor que consideraba esencial era José Gorostiza, afirmaba: “Tuve la oportunidad de entrevistarlo, fui el penúltimo que sostuvo una conversación con él antes de que muriera; la última fue Elena Poniatowska, pero ella dejó muchas cosas en el aire. Recuerdo que le pregunté a Gorostiza cómo había escrito Muerte sin fin. Entonces él respondió: ‘Como se ponen los ladrillos para hacer una casa’. Primero escribió todo el poema, luego lo recortó y lo fue pegando con cierto orden. Eso para mí fue muy ilustrativo porque hasta ese momento comprendí que el sistema de Muerte sin fin es clasificatorio. El lema de Paul Valéry es transit clasificando (morir clasificando). Y sólo es ir ordenando las cosas de acuerdo a un sistema general del universo, además de seguir la secuencia natural: vida, semillas, plantas: el ciclo de las transformaciones de la naturaleza”.Más allá de las palabrasEn 1960 dirigió la película Apocalipsis 1900. Rememoraba su acercamiento al cine: “Me interesó en su momento, hace más de 40 años. Fue una etapa de mi vida como cualquier otra. Mi relación con el cine data de mi primera infancia. Mi padre era productor cinematográfico; prácticamente viví esos años en un estudio de cine. Fui testigo ocular de los orígenes de la época de oro del cine mexicano. Vi ese esplendor, así, de cerca, de primera mano. Pero me temo que el cine ha dejado de interesarme. Intenté hacer cine, fracasé, y con los conocimientos que había adquirido asumí de modo exclusivo la literatura. Mi interés por el cine se deriva de mi fracaso como pintor. De actividades estrictamente visuales llegué a la escritura. Pasé de la pintura al cine, y habiendo fracasado en ambas, arribé a la literatura”.Farabeuf y Narda o el verano llegaron al ámbito cinematográfico. Elizondo consideraba ambas experiencias fallidas: “En el caso de Farabeuf resultaba imposible la adaptación. Una vez cedí los derechos a un productor de apellido Barranco, hace más de treinta años. Llegó a presentarme un script enorme y absurdo; empezaba con un poema de Octavio Paz e incluía ídolos prehispánicos. En ese entonces, yo pensaba en las películas de autores del noveau roman, el Resnais de El año pasado en Marienbad, por ejemplo. Esta corriente me influyó mucho, sobre todo en cuanto a su descubrimiento del uso de imágenes contrapuestas, como el famoso experimento de Lev Vladimirovich Koulechov: el director toma un tramo de película anterior en donde aparecía el rostro inmóvil y absolutamente inexpresivo de Mosjoukine, el célebre actor de los años veinte, mirando un punto afuera del cuadro. A esa escena le intercala otras imágenes, da la impresión que el actor las mira: una vela, un plato de sopa y una mujer desnuda. El mismo rostro parecía tener expresiones muy diferentes de acuerdo con la imagen a la que se contraponía”.De Narda o el verano en el cine decía que era una de las peores películas que se han hecho en México: “Yo le comenté a Juan Guerrero: ‘Esta película no se puede hacer: los personajes no existen’. Él insistía: ‘¡Pero cómo no van a existir!’. En el cine todo se tiene que ver, pero esa condición no la tiene la literatura. Los personajes no existen más allá de las palabras escritas. Pero Juan Guerrero estaba obstinado; me compró los derechos del relato, recuerdo, en quince mil pesos, que era lo que pagaba entonces. Aun cuando firmamos el contrato, le dije: ‘Te aconsejo que no la hagas’. ‘Sí, tengo una enorme fe en esa película’. Naturalmente que la cinta fue malísima”.Una de las cosas que más celebraba Salvador Elizondo era contemplar una tarde soleada en el jardín de su casa: allí acostumbraba sentarse a fumar y reflexionar. Más que sentirse solo, disfrutaba de los momentos en que podía alejarse de los demás: “No me siento solo porque tengo familia, y ellos son una responsabilidad además de una compañía. Me gusta la soledad, no la rechazo. Estoy en buena disposición para la muerte. Después de los setenta años, estadísticamente, ya es un buen momento para prepararse. Tal vez podría vivir quince o veinte años más si llevara otro tipo de vida; pero como fumo, no hago ejercicio, bebo wisky... Debo ser realista”.¿Hay algo más tenaz que la memoria?Sanchez Ambriz. Periodista cultural y ensayista.Toledo. Escritor y periodista. Autor de Cuaderno de viaje. James Joyce y sus alrededores (2005).Una versión amplia de esta entrevista aparecerá en el libro Entre la pluma y la brújula de Mary Carmen Sánchez Ambriz, editado por la UAM.
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Elizondo y los torosPor Marcial FernándezSalvador Elizondo gustaba de la genialidad de James Joyce, de la teorías pitagóricas y de la belleza que por instantes puede alcanzar la llamada fiesta brava. De sus afinidades por la literatura joyceana y de la filosofía de Pitágoras son muchos los estudiosos que pueden dar claridad sobre su pensamiento; aquí, por razones de empatía, sólo hablaré de su gusto por la tauromaquia.A Elizondo lo conocí como maestro en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Sus clases, en las que hablaba de la divina proporción áurea y del temple, del mar color vino y de la barba de un poeta frente al espejo, eran materia obligada entre quienes querían abrevar de uno de los grandes escritores mexicanos del siglo XX.De esta manera, a lo largo del semestre, Elizondo daba algunas claves de lo que consideraba esencial en poesía (una cita permanente era el Manual de prosodia y métrica griega de M. Lenchantin de Gubernatis, traducido por Pedro C. Tapia Zuñiga y editado por la UNAM en 1982), de la magia (que solía traducirse en la estética que resulta del número Fi, es decir, 1,618034…, que igual sirve para elaborar una mayonesa, una falda o cuantificar la cadencia de una verónica) y del saber vivir —de la que el propio Elizondo era ejemplo—, y al final del curso los estudiantes le debían de entregar en su casa de Coyoacán un ensayo sobre lo que consideraran lo más revelante de su enseñanza.Así, cierta tarde y sin otra idea que dejar en su residencia un trabajo final sobre el significado del temple en la tauromaquia, Elizondo, al leer el título del ensayo, me hizo pasar a su jardín, me presumió sus ajolotes que resguardaba en una pecera, bebimos varias cervezas y comentó que también él —don Salvador sabía que yo era cronista taurino con el pseudónimo de Pepe Malasombra— había escrito de toros y toreros con un alias de fatídico recuerdo.A partir de ese instante la simpatía fue mutua. Yo utilizaba el sobrenombre de Malasombra por necedades que ahora no vienen a cuento; él se firmaba —me aseguró— con el denominativo de Matajaca a razón del cornúpeta de Tepeyahualco que el domingo 13 de enero de 1907 mató en la antigua Plaza México —en la Calzada de la Piedad— al torero sevillano Antonio Montes, probablemente el matador con más mala suerte en la historia del toreo, ya que, además de sordomudo, una vez cadáver, uno de los cirios prendidos en su velación cayó sobre su ataúd, y el fuego carbonizó gran parte de su cuerpo, mismo que en el puerto de Veracruz, cuando una grúa intentaba depositarlo en la nave que llevaría sus restos a España, éstos se desprendieron de la amarras perdiéndose irremediablemente en el mar.No obstante, dada la admiración que le profesaba y le profeso a Salvador Elizondo, autor —entre otros libros— de la obra maestra Farabeuf —en la que se disecciona y esteriliza mediante una estructura de simbolismos secretos, de fórmulas que en un primer momento parecen absurdas, de lógica atroz y fría, los vasos comunicativos de dos personajes que se pierden en la fascinación que propicia el aniquilamiento— investigué las probables publicaciones en donde Matajaca pudo haber impreso su huella taurina, pero no encontré sino el breve artículo, “Teoría de la nueva tauromaquia”, escrito sin pseudónimo alguno, en su Cuaderno de escritura de 1969, publicado por la Universidad de Guanajuato.¿Decepción? Para nada. Todo lo contrario. Es más, luego de mis pesquisas empezamos a ir en familia juntos a los toros... ya los sábados a la placita del restaurante Arroyo, ya los domingos a la Plaza México: Salvador, con su mujer, la extraordinaria fotógrafa Paulina Lavista —quien por cierto tiene todo un ensayo de Manolo Martínez vistiéndose de luces, material que en parte se publicó alguna vez en el segundo número de la revista Papeles celtas—, y su hijo, Pablito, quien hoy en día es Pablo y según me dicen, un magnífico pintor; yo, con mi mujer, Mónica Villa, también fotógrafa y también con una obra importante en torno a la tauromaquia.Así, el sábado 3 de marzo de 1990, Pepe Malasombra tuvo el honor de escribir al alimón en el periódico unomásuno un artículo con Matajaca, cuyo título es “Al borde de la mansedumbre”, texto que no ha envejecido un solo día y que trata de la decadencia del ganado “bravo” mexicano que, por echarle tanta agua al vino, el vino no se ha convertido en agua, aunque sí en algo de difícil digestión.Tiempo después, en octubre de 1997, en la Revista Campo Bravo le dediqué un reportaje a las teorías traurómacas de Salvador Elizondo que, según me enteré, suscitaron discusiones en España, sobre todo en su carácter pitagórico del que tanto habíamos hablado; polémica que, por supuesto, en México fue ignorada, no por otra cosa, pienso, que por el analfabetismo funcional que reina en los taurinos de este lado del mar.Mi pésame sentido para Paulina, Mariana, Pía y Pablo, además de Javier García-Galiano, quien siempre quiso a Salvador como un padre literario.Fernández. Escritor. Autor de Andy Watson, contador de historias (Ficticia, 2005).
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Salvador Elizondo: los años de la purezaPor Armando González TorresCon la muerte de Salvador Elizondo se derrumba uno de los últimos bastiones de un ideal de pureza y rigor estético que parece extinguirse paulatinamente. Siguiendo la impronta de resistencia de los Contemporáneos y de algunos miembros de promociones anteriores a la suya, como Octavio Paz, Salvador Elizondo y varios de sus compañeros de generación, entre ellos Juan García Ponce, Inés Arredondo, Sergio Pitol, José de la Colina o Juan Vicente Melo, terminaron de trastocar un modelo hegemónico de lo literario, vinculado fundamentalmente a un referente nacionalista y a motivos, políticos históricos o sociológicos. A diferencia del realismo casi monotemático que, con sus excepciones, todavía privaba en la narrativa de la época, la generación de Elizondo comparte un afán renovador en materia de forma, una reivindicación de nuevos temas y tonos, una relectura crítica de la tradición doméstica y universal y una concepción distintiva de la función del arte y del artista.En este conjunto de autores es posible encontrar, por un lado, una aguzada conciencia formal expresada en la pulcritud y experimentación en la escritura y, por el otro, una gama de preocupaciones (generadoras de una pequeña revolución cultural y de las costumbres) que retoma la experiencia interior y aborda tópicos poco frecuentados hasta entonces en la literatura mexicana, como la indagación erótica, las fronteras difusas entre lo normal y lo anormal o la dignidad de la trasgresión. Asimismo, se trata de una generación que, a través de una fecunda labor de crítica, edición, traducción y polémica, escudriña su pasado, rebasa definitivamente las fronteras provincianas entre lo nacional y lo cosmopolita y hace una depuración razonada de su propio canon. Estos rasgos comunes no implican que respondan a un programa literario o, peor, a un objetivo extra-literario, al contrario, constituyen un abanico de autores que, en sus profundas diferencias y contradicciones, se enriquecen como generación.Por su voluntad de forma y su rechazo a esas ocupaciones subsidiarias de la literatura que Connolly llamaba “las tentaciones de la promesa”; por su intransigente persecución de la pureza artística y por la ambición, densidad e influencia de su obra, que contiene al menos un clásico con todas sus letras, Salvador Elizondo destaca dentro de un conjunto de autores de por sí excepcional.¡No es novela!Salvador Elizondo es un escritor puro, un espíritu metamórfico que, al mismo tiempo que preserva su excentricidad, asimila, despliega y rebasa la mayoría de las preocupaciones temáticas y formales de su época. Su producción, que de ninguna manera es copiosa y apenas ronda por la quincena de libros, comprende tres discutidas novelas, algunos libros que pueden llamarse de cuentos, otros más de varia invención y escritura multiforme, una obra de teatro, una antología, una autobiografía “precoz” y un buen número de ensayos. A partir de esta obra concisa, Elizondo se multiplica y con su capacidad para transfigurar el acto de la escritura, lo mismo cultiva el cuento más o menos convencional como forma de exploración de las pulsiones más ocultas en Narda o el verano; o emprende una compleja gimnasia del estilo, la fantasía y el intelecto en El retrato de Zoe y otras mentiras, y El grafógrafo; o hace una fisiología del dolor y una filosofía del tiempo en Farabeuf; o intenta un ejercicio donde se confunden la narrativa policíaca, la especulación filosófica y la parodia, como en El hipogeo secreto; o hace confluir la creación con la reflexión como en Cuaderno de escritura y Teoría del infierno o, inclusive, ensaya la evocación aparentemente más llana directa y entrañable como en Elsinore. La irradiación e influencia de Elizondo no se limita a la creación literaria y se extiende a sus tareas como profesor, traductor de una genealogía fundamental de autores modernos, antólogo (su Museo poético es una de las antologías de la poesía mexicana más coherentes, exigentes y exquisitas que conozco), editor eventual de la irreverente Snob e, inclusive, personaje legendario de la vida literaria, famoso por su humor y su extravagancia.Pese a esta variedad de facetas y registros la obra de Elizondo tiene una profunda unidad. Más allá de sus numerosas ramificaciones, a su obra la cohesiona un empeño de decantación, exploración y conocimiento artístico que prácticamente no tiene paralelo en la literatura mexicana. A partir de un acervo muy amplio de influencias que van, por mencionar algunas, desde la tradición francesa y anglosajona de la poesía pura hasta la antropología heterodoxa de George Bataille y Roger Callois pasando por James Joyce y Samuel Beckett, las vanguardias europeas de la posguerra y, de manera muy importante, la filosofía y la escritura china, Elizondo busca subvertir lo pragmático y anecdótico del lenguaje literario para indagar a través del sonido, la imagen o la lógica meramente sintáctica en los potenciales de revelación y conocimiento de la literatura.Por eso, su escritura rebasa la clasificación de los géneros o la práctica de la llamada metaescritura y en su prosa se sucede una verdadera correspondencia de las artes mediante la utilización profusa de recursos cinematográficos, como el montaje; pictóricos, como el dibujo, la coloración o el collage, o musicales, como el ritmo, la armonía y los procedimientos básicos de la composición. Como en pocos autores, en Elizondo la autonomía del arte literario se despliega altiva y su obra se despoja deliberadamente de obligaciones de comunicación y emprende una deriva rítmica, analógica y visual que, en ciertos momentos, parece chocar con la idea misma de género, al grado de que el propio autor exclama: “¡Farabeuf no es novela! Quiero aclararlo: Novela es algo como Madame Bovary o Crimen y castigo. Éste nada más es un libro para leer”.La escritura radicalPrecisamente, por su sustrato filosófico, su esmerada factura y su densidad de significados, lo que por convención se denomina novela es la parte más celebrada y polémica de la obra de Elizondo. Efectivamente, en la escritura experimental de Salvador Elizondo, apodada novela, particularmente en Farabeuf y El hipogeo secreto no hay una realidad causal sino una realidad excepcional, en permanente construcción. Estos textos marcan un rechazo a lo lógico y fenoménico y realizan una reivindicación de lo espiritual, lo sagrado y lo mágico, pero también de lo aleatorio. Narrar, en estos casos, es despersonalizar y desubicar y Elizondo juega con tramas indeterminadas y personajes en permanente configuración, que deambulan en paisajes insólitos y cambiantes. No hay entonces una situación narrativa, ni siquiera una conciencia que perciba unívocamente la alteración de planos temporales o la rotación de identidades, la realidad es un flujo de órdenes y desórdenes azarosos y el “sentido” se crea en cada acto de recuerdo u olvido que modifica o adiciona dicho flujo. No es extraño que en este mundo vagamente narrativo, donde se duda continuamente de los proceso mentales, de las coordenadas espaciales y de todo lo que se conoce como realidad, haya una obsesión con la memoria sensorial del cuerpo a través de sus procesos límite: el sufrimiento y el éxtasis, así como de sus vestigios, las cicatrices físicas o psíquicas.Precisamente, Farabeuf es una fabulación mórbida, erótica y metafísica en la que, a partir del motivo de la foto de un supliciado por el tormento de descuartizamiento y de dos protopersonajes en permanente mutación, el Dr. Farabeuf y una enfermera llamada Melanie, se emprende una intensa indagación en la naturaleza del recuerdo y, por ende, del amor, del tiempo y de la muerte. En Farabeuf se confunden el solaz y el suplicio, se mezclan los rituales arcaicos con las fantasías científicas y médicas y el ritmo hipnótico de la prosa ora nos describe una intriga a veces inaprensible pero apasionante, ora nos enfrenta a las preguntas más angustiosas sobre la identidad y el deseo. Se trata de intentos de volver a vivir, con diversas gradaciones de intensidad sensorial e intelectual, las infinitas posibilidades de causa y efecto de un acto.La experiencia desestabilizadora de Elizondo se radicaliza en El hipogeo secreto donde en una “trama” urdida de manera tan caprichosa como cerebral, se despliega un ejercicio de desnarración y desconocimiento. En El Hipogeo… la escritura se despoja totalmente de la anécdota o, mejor dicho, arremete contra ella y los personajes, las palabras y los hechos en rebelión producen sus propias combinaciones desbocadas. En esta farsa textual, los personajes utilizan un lenguaje y una gestualidad solemne para emprender los actos más absurdos y, con una sintaxis casi de novela policial, intentan encadenar los acontecimientos delirantes. Elizondo descompone la trama, confunde e intercambia identidades, transita de la morosidad narrativa a la acción relampagueante, decanta el lenguaje hasta querer abarcar los gestos y muecas que preceden a la verbalización. Por eso, esta antinovela es agresiva, pues desubica y genera incertidumbre y, para el lector desprevenido, pueden oscilar entre la revelación y la banalidad.A diferencia de sus antecesoras, Elsinore (1988) es una novela de formación que, con un estilo límpido y una anécdota sencilla, aborda el tópico del paso de la niñez a la adolescencia y de la tortuosa formación de las identidades. Más allá de su calidez, no puede dejar de advertirse en este ejercicio, que tiene un poco de guiño autobiográfico y otro poco de homenaje a sus autores dilectos, una apuesta estética por la reescritura de las tramas invariables de la literatura.La cuentística de Elizondo es otra aventura y en su práctica de este género, que por convención se denomina cuento, se encuentra una suerte de estadística y muestrario de la técnica narrativa. En efecto, en Elizondo pueden encontrarse una variedad ostentosa de recursos que encarnan en las más diversas voces y tonos. Esta riqueza proviene de una vasta cultura literaria, pero sobre todo de una curiosidad vital y un ánimo de desdoblamiento y experimentación. Es posible entonces encontrar al autor de cuentos convencionales donde las leyes del género se despliegan de manera limpia y exacta en territorios inquietantes plagados de rituales, conspiraciones y conjeturas paranoicas; o al narrador dueño de un ocio exquisito que elige una nimiedad solamente para alardear de su oficio y demostrar, de paso, la relatividad de los enfoques; o al autor burlesco cuyo humor certero y sanguinario podría ser tachado de sexista o racista por los censores de lo políticamente correcto o, al más frecuente, ese autor profundamente abstracto, concentrado en los problemas de la composición literaria y en las relaciones internas del texto. Lo sorpresivo es que este poeta impersonal, a través de una escritura aparentemente formalista y autorreferencial, toque los resortes más íntimos del lector y proponga una sorpresiva amistad literaria.Tratándose de un narrador tan reconocido, puede caerse en la tentación de leer el resto de su obra, como un conjunto de claves para interpretar el desarrollo de sus llamadas novelas. No es así en el caso de lo que, como siempre por comodidad taxonómica, se denominan ensayos: Cuaderno de escritura, por ejemplo, es un fecundo híbrido de textos sobre literatura y percepción, ejercicios de estilo, apologías deslumbrantes de pintores y un puñado de aforismos sobre la razón y el conocimiento. Por su parte, Teoría del infierno, amén de un excepcional muestrario de sus inquietudes y adhesiones literarias, es un libro de pensamiento poderoso y original. Tal vez Contextos y Estanquillo por su extracción periodística sirvan mucho más como registro de un observador sagaz, apartado, sin embargo, de su forma de expresión más vigorosa.Al final de cuentas, tal vez su acervo de no-cuentos, sus no-novelas y hasta algunos de sus no-ensayos, deban leerse simplemente dejándose llevar por el ritmo musical, los motivos visuales y el encadenamiento analógico, pues en la escritura transgenérica que practica Elizondo los recursos que se consideran privativos de la poesía más abstracta tienen mayor peso que los que se consideran privativos de la narrativa o la ensayística.La herencia imposibleLa desaparición de Salvador Elizondo marca el ocaso de una serie de preciados valores estéticos que alumbró por poco tiempo el horizonte de la literatura mexicana. Hoy, las exigencias del mercado, las formas emergentes de socialización y ascenso literario o la evolución del gusto de un público masivo conforman un ambiente inhóspito para el arraigo de ideales estéticos fuertes y premian a esos temperamentos literarios flexibles, capaces de atender al rumbo de la demanda o el sonido del aplauso. Ante el predominio de una experimentación emasculada e inercial o de un naturalismo burdo y complaciente es casi imposible asimilar una obra como la de Salvador Elizondo, en la que la técnica y el ánimo de exploración conforman una ética estricta y exigente. En este sentido, su empresa prodigiosa difícilmente formará una tradición, es decir, un paradigma asequible para el aspirante a escritor, que oriente sus lecturas, sus formas de interacción y su propia relación con el arte. Con todo, pese a las dificultades del presente para asimilar una herencia tan rica y compleja, hay razones para el optimismo, pues Elizondo, más allá de su magisterio formal, ejerció con sus libros, con su figura y con su ascetismo literario, un magisterio silencioso que contribuye a preservar, en una selecta escuela de amigos y lectores, por suerte muchos de ellos jóvenes, el cultivo de la verdad y la belleza como una moral.González Torres. Poeta y ensayista. Autor de ¡Que se mueran los intelectuales! (Planeta, 2005).