Polarización
Los teóricos de las ciencias políticas han afirmado que los periodos electorales son particularmente provechosos en las democracias por varias razones. Una de ellas es, precisamente, por el hecho de que significa la oportunidad para que la ciudadanía ejerza su participación más pura y directa en este sistema político. A través del voto la gente puede decidir quiénes serán sus gobernantes. Así, este instrumento le sirve tanto para premiar a las administraciones públicas exitosas, como para castigar a las ineficientes.
Otra ventaja de estas etapas consiste en el notable incremento del interés por los asuntos públicos. Antes, durante y después de una elección –sobre todo presidencial—el debate ciudadano se intensifica y una nada despreciable cantidad de personas se involucra en este peculiar terreno. Como una reacción natural frente a la efervescencia que se aprecia en la publicidad y en los medios, la gente suele llevar a cabo acciones que regularmente no realiza en periodos normales. Entre las más comunes están recopilar información y hablar sobre política de manera abierta.
Esto suele ocurrir –claro—dentro de un modelo ideal. Es decir, donde existen una serie de factores que posibilitan este fenómeno, por ejemplo, una tradición consolidada de votaciones libres y competidas, una ciudadanía que cuenta con las herramientas y las destrezas suficientes para participar y unos actores electorales –candidatos y partidos políticos—que contribuyen en esta tarea exponiendo de forma clara sus ofertas y propuestas.
En el caso mexicano la situación está resultando ser diametralmente opuesta a este supuesto teórico. A dos meses de la realización de las próximas presidenciales, el interés que ha despertado este hecho en la población está mostrando un sesgo peligrosamente negativo. Por supuesto, han aumentado el interés en la política y en los asuntos públicos en los últimos meses. Sin embargo, el punto radica en que el debate generado hasta ahora es todo menos productivo.
La elección del dos de julio será una de las primeras en la historia del país en la que esté en juego algo más que una simple rotación de personas en el gobierno. A diferencia de los últimos procesos para elegir presidente, en estos no se consumará el rito sexenal de cambiar para que todo siga igual (tal y como sucedió durante la hegemonía priísta). Tampoco implicará un plebiscito de facto para saber si debemos continuar con un sistema político o no (como lo fue la elección del año 2000, en la que lo importante era "sacar al PRI de Los Pinos"). Lo que ahora está en juego es la decisión del modelo de país que queremos para el mediano plazo.
En efecto, más que optar por un candidato o un partido político en específico, la decisión de julio se centra en la definición del papel que deben desempeñar el Estado y las instituciones públicas en el desarrollo del país. A pesar de que se ha mencionado hasta el cansancio que en la actualidad no existen las ideologías, la contienda presidencial en marcha nos ha demostrado que la lucha de las dos visiones más conocidas sobre la manera en la que un país debe manejarse sigue vigente. Y dichas posiciones pueden identificarse como izquierda y derecha.
Es aquí donde aparece la polarización. Al parecer, los comportamientos, discursos y estrategias de los dos candidatos punteros están basadas en un juego suma cero a ultranza. Es decir, la idea que prevalece es que, todo lo que gane uno, lo pierde irremediablemente el otro. Por ello, la publicidad y las declaraciones de los contendientes y de sus equipos de campaña están dirigidas a pulverizar al otro, a confrontar al electorado mediante la exaltación de los riesgos que implican los oponentes y a descalificar –de entrada y sin derecho de réplica—cualquier expresión que provenga de los diferentes.
En suma, los actores políticos involucrados en los comicios presidenciales están actuando como si después del dos de julio todos los perdedores tuvieran que abandonar el país para siempre.
Este fenómeno generado en las élites políticas se ha trasladado a la población en general. El tono de las discusiones en estos días puede llegar a alcanzar rasgos de canibalismo cuando, en medio de una plática informal, aparece la pregunta del millón: ¿por quién vas a votar? Ante esto, los ánimos se exaltan, las descalificaciones se afilan y el rencor de clase aflora. Como si fuese una batalla apocalíptica, en la que está en juego no sólo la vida sino la permanencia del orden universal vigente, se generan dos bandos irreconciliables: los cuerdos y los locos, los buenos y los malos, los ricos y los pobres.
Ante esto es útil recordar algo muy simple: después de julio –cuando se conozca al próximo presidente—y después de diciembre –cuando tome posesión el mismo—todos seguiremos viviendo en este mismo país. Todos. Perdedores y ganadores por igual.
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