Dios es redondo y circular
Jordi Soler
Ahora que ha comenzado el verano me he comprado una silla de lector en la playa, un confortable mueble portátil que tiene sombrilla, sitio para colocar una bebida en los descansabrazos, y una poca altura muy conveniente para juguetear con los pies en la arena mientras se está leyendo un libro. Hace unos días fui a probar mi confortable mueble a la playa de Empuries, una tranquila cala del Mediterráneo que está a dos horas de Barcelona y que tiene un acogedor hostal donde solemos recalar dos veces al año. Para esta prueba crucial elegí tres libros: Crónicas desde Berlín, del escritor catalán Eugeni Xammar; la breve, pero sustanciosa, biografía de Antón Chéjov que escribió Natalia Ginzburg, y el estupendo Dios es redondo de Juan Villoro.
El sábado en la mañana, mientras yo buscaba una mesa para desayunar con los niños, mi mujer fue a procurarnos un lugar en la playa porque después de las once de la mañana todas las palapas suelen estar ocupadas. Su idea era apartar una sombra exclusivamente con mi confortable silla, pero yo insistí en que pusiera más cosas para que la palapa se viera más habitada y no diera lugar a especulaciones, o a manipulaciones, porque nunca falta el vivo que hace a un lado tu silla y se sienta muy ancho en tu sombra.
Después de desayunar, la familia fue a tomar posesión de la sombra y yo subí a la habitación a recoger las cremas protectoras, el balón de futbol, la bolsa de juguetes y mis lecturas de playa. En cuanto abrí la puerta noté que alguien había puesto orden: las camas estaban tendidas, la ropa recogida y el piso brillante y oloroso a pino; un panorama preocupante porque, como no contábamos con que hicieran la habitación tan temprano, habíamos dejado las carteras encima del buró, y el iPod y la computadora tirados por ahí en un sillón. Una inspección mínima bastó para comprobar que no faltaba nada, pero a la hora de recolectar lo que iba a bajarme a la playa, vi que faltaba el libro de Villoro.
Busqué en el baño, debajo de la cama y en los cajones, y un minuto después llegué a la conclusión de que la recamarera se lo había robado. De entrada me enfadé mucho, porque mi selección de lecturas acababa de quedarse coja, pero enseguida vi la parte positiva de aquel robo, que era mucha, porque quien prefiere robar un libro a una cartera merece toda mi admiración, y también porque ese robo era la evidencia del éxito rotundo de Dios es redondo.
"Si ahora alguien le roba el libro a esta recamarera, tendremos que concluir que Dios es redondo y circular", pensé. Conduciendo el balón a base de toquecitos con el empeine, bajé casi contento a la playa, iba cargando las cremas, la bolsa de juguetes y mis lecturas cojas, y además pedí en el bar un gin tonic para clavarlo en el descansabrazos.
Tomé posesión de mi confortable silla nueva y mientras decidía si empezaba por Ginzburg o por Xammar le conté divertido a mi mujer que la recamarera, pudiendo habernos robado dinero o el iPod, había preferido llevarse Dios es redondo.
Mi mujer, ligeramente desconcertada por mi anécdota, me plantó el libro de Villoro frente a los ojos mientras decía: "¿Qué no me dijiste que pusiera más cosas para que la palapa se viera más habitada y no diera lugar a especulaciones?". "Salud", le dije un poco abochornado, y después clavé mi vaso en el descansabrazos.
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