viernes, febrero 27, 2009

Anexo a viernes 27

Esta clase de viernes por la tarde me lleva a pensar irremediablemente en el tipo de diversión que me buscaba en otros tiempos.

Durante varios años los viernes por la tarde, al salir de la oficina y dar por terminada otra jornada laboral semanal, la ruta era muy clara: directo a alguno de esos antritos de cerveza, rockolla y chicharrones que pululan alrededor de lugares masivos como escuelas y oficinas públicas. Allí me iba a hacer estudio de caso y antropológico sobre las maneras en que la gente pasaba el tiempo después de un periodo de tensión. Me tocó ser testigo de varias peleas, algunas de ellas más o menos sangrientas, de cómo algunos tipos despilfarraban sus aguinaldos o sus fondos de ahorro en invitaciones a sus amigos de ocasión, en cómo se construían ligues y rupturas en apenas dos metros cuadrados. Todo al ritmo incesante de esa rockolla que ya he mencionado y que daba desde clásicos como Costumbres de Juanga, hasta neo himnos como la canción del Buki, pasando por una larga lista de bandas sonoras efímeras que incluía salsa, tex-mex, rock, metal y todo lo que pudiera hurgarse en los discos apilados.

Bueno.

Luego vino la etapa, digamos, de abstinencia. Entonces, lo que hacía era coger el iPod, montarme los audífonos y comenzar una larga, linda, tranquila, relajante caminata desde el Ministerio hasta el Zócalo. Me gustaba ese recorrido porque, primero, podía musicalizarlo de la manera en que mi estado de ánimo me dictara, pero también porque podía ser testigo de esa misma vida que veía pasar en los antros, sólo que ahora por las calles y avenidas. Así, vi las diversas estaciones del año y lo que significaban en la actitud de los demás. Invierno con sus dosis de fiesta colectiva y sensación de haber concluido un ciclo más. Verano con la testosterona a tope, las chicas con menos ropa y una especie de bruma tropical. Otoño y su inevitable nostalgia. Primavera con el renacimiento de la existencia. El paseo solía acabar con una parada en algún Starbucks del Centro para tomar el clásico latte y seguir escuchando música aislado del mundo.

En fin.

Ahora tengo un horario mucho más largo y los viernes terminan por ahí de las nueve o nueve y media de la noche. Ya no hay tiempo suficiente para ir al antro, ni para emprender alguna caminata. Sólo es momento para treparse al coche y conducir de vuelta a casa, lugar al que arribaré por ahí de las 10, encender el televisor, intentar leer un poco y pensar en esas cosas que he escrito arriba como un capítulo del pasado mejor que menciona Calamaro.