jueves, mayo 21, 2009

Filias

Desde siempre me ha gustado la música. En mi casa del pueblo aún hay varios testimonios de esta afición. Tengo una pila completa de acetatos que eran de mis padres. Debo admitir que ahí fue donde comencé a apreciar el sonido. En ese lugar permanecen, entre otros, un disco de Benny Goodman, otro de Orfeón A-Go Go, uno de éxitos de la década de 1960 y uno que es mítico en mi muy personal clasificación: el homenaje a Elvis que le montaran los Loud Jets y que fue mi primera aproximación al éxtasis. Todos ellos los disfruté en la Stromberg-Carson que sigue incólume en la sala.

También tengo cintas. El cajón y el escritorio de mi recámara en el pueblo son testigos. Están los clásicos que grabé de la radio, tanto del mismo pueblo como de mis incursiones a la Ciudad de México previas a 1993, también los que compré ex profeso y varios que me prestaron mis colegas y que jamás regresé. Ahora sólo acumulan polvo. Algunos están unidos con cinta adhesiva, otros tienen anotaciones a punto de borrarse y la mayoría han quedado inutilizables por no tener dónde ser reproducidos.

Una nueva categoría en mi experiencia musical fueron los discos compactos. La verdad, tardé demasiado en integrarme a esa etapa de la tecnología. El primero que tuve fue uno que me regaló una colega ya bien entrados los noventas. La razón por la que no fui tan forofo desde el inicio fue que no tenía dónde reproducirlos. Mi viejo componente Philips de 1991 era la mar de moderno cuando me lo regaló mi madre, pero no tenía recipiente para los CD's. Así que, una vez que compré mi primer reproductor portátil me dediqué a sustituir los tapes por los compactos.

Finalmente, la era más feliz ha sido, sin duda, la del iPod. Vaya maravilla se han montado los señores de Apple. Merecen el Nobel, pero no sólo por innovación tecnológica, sino quizás por literatura y paz. Una de las razones de su grandeza es que aglutina a todas las etapas previas. Un aparato que reúne en pocos centímetros cuadrados toda la historia musical de cada individuo. Portátil, resistente, atractivo, fácil de manejar, con excelente sonido... Larga vida al iPod.

Lo primero que hice al contar con uno fue ir ingresando música (claro). Y aquí está a donde deseaba llegar: antes compraba todos los discos que inevitablemente terminan alimentando al iPod. Estos podían provenir de Mix-Up, de Tower Records, o bien, de lugares tan disímiles como el corredor de Balderas y los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras. Originales, piratas, recopilaciones, rarezas..., todo se homogeneiza en el iPod (otra de sus grandezas).

Sin embargo, desde hace ya varios días sólo he engrosado la lista del iPod mediante música bajada de internet. En efecto, de las 11 mil 325 canciones que a día de hoy tengo almacenadas, un porcentaje aproximado a 25 tiene tal origen. Creo que es mejor. Así me he hecho de varias rarezas bastante interesantes, por ejemplo, a Keith Richards tocando Love hurts de Nazareth, a Keith Richards en el riff de When the love comes to town de U2, varios tributos a los Pixies, versiones jazzísticas de Radiohead o los éxitos de Iron Maiden y Metallica en piano.

Como Nietzche, soy de la idea de que la vida sin música sería (es) un error. Junto con los artículos de escritura es algo que colecciono. Los libros también, claro, pero la música los supera en cantidad. Los filmes me gustan, pero cada vez me convenzo más que verlos en el televisor es nefasto.

Afortunadamente la música sigue ahí a pesar de que el planeta se caiga a pedazos.