viernes, junio 19, 2009

El otro Benedetti

Christopher Domínguez Michael

Era del todo previsible que con la muerte de Mario Benedetti, a sus 88 años en Montevideo, se expandiese un agudo brote epidémico de cursilería. No podía ser de otra manera pues fue Benedetti el creador, junto con los músicos que lo popularizaron, de un cancionero llamado a persistir en la memoria de sus miles y miles de lectores y oyentes, un público que asociaba su nombre a los viejos valores cristianos del amor y de la solidaridad que el escritor uruguayo renovó al envolverlos en el aroma de la informalidad, el coloquialismo, la vida cotidiana y la lucha revolucionaria. El cancionero es una parte esencial de la lírica de la lengua y en ese sentido Benedetti enriqueció una tradición y la tornó, valiéndose del disco y la televisión, aun más popular. Escribió, también, un puñado de cuentos de buena factura, heredero como lo fue de Horacio Quiroga y lector muy atento de Maupassant y de Kipling. Ese poder narrativo, bañado de lirismo otoñal, no pasó desapercibido en Hollywood, que estuvo a punto de premiar con un Oscar la adaptación cinematográfica de La tregua en 1974.

En sus poemas, cuentos y novelas, en Poemas de la oficina (1956), Montevideanos(1959) y La tregua (1960), logró Benedetti echarse a la bolsa, mediante una literatura fácil y eficaz, a una clase media letrada necesitada de renovar su convencionalismo una vez que había caducado la influencia conservadora de la Iglesia Católica y en la hora en que la secularización exigía vino viejo en odres nuevos. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, la literatura popular de Benedetti tomó, en América Latina, el lugar que tenía la folletería decimonónica de edificación cristiana, alimentando el apetito de certeza moral con las liberalidades que el existencialismo, el psicoanálisis, el marxismo y la contracultura le dieron a los universitarios en los países democráticos. No fue mucho lo que tomó Benedetti de esas novedades, pero tomó lo suficiente. A su oferta no le faltaría, después, casi nada para monopolizar el sentimentalismo de su tiempo: ni el patrocinio de la nueva iglesia que oficiaba en La Habana, ni la avidez simoníaca de quienes encontraron una mina de oro en esa feligresía, ni los mártires apropiados, desde Ernesto Guevara a Roque Dalton. Alimentó Benedetti, además, a la religión revolucionaria sin los escrúpulos de conciencia que sufrieron otros escritores de izquierda, a la vez más cínicos y más sofisticados que él, como Pablo Neruda o Gabriel García Márquez.

Leer a Benedetti y pensar en lo que él significó no deja de ser un trago muy amargo, pasarse una película en verdad siniestra: la de la destrucción de la democracia uruguaya, iniciada por los guerrilleros tupamaros y concluida con los abominables crímenes de la dictadura. Con la complicidad de los gobiernos de Washington, los régimenes militares se adueñaron del continente y la historia confirmó el horror pánico que un intelectual como Benedetti, educado por Rodó y su arielismo, tenía por los Estados Unidos.

A través de la obra de Benedetti puede seguirse esa metamorfosis odiosa en que Uruguay dejó de ser esa “oficina mediocrática y relamida que se hacía pasar por una república”, de la que tan amargamente se quejaba Benedetti en El país de la cola de paja (1960) y en Gracias por el fuego (1965), para convertirse, “el paisito”, en una gendarmería y en un potro de tortura. Fue autor de un libro definido por José Emilio Pacheco, uno de sus valedores mexicanos, como “la épica tupamara”, El cumpleaños de Juan Ángel (1971). Esta novelita en verso, en verdad épica, es una canción de gesta que exalta, recurriendo a la mística sacrificial del guevarismo, la disposición heroica de cientos de jóvenes, sacrificio que se mandaba y festejaba no para instaurar la democracia sino para abolirla.

Benedetti tuvo una actuación destacadísima en la izquierda legal que le fue dando cobertura política a la guerrilla y aunque habrá lamentado, hombre de carácter prudente, el curso catastrófico que tomaron las cosas, estuvo de acuerdo en el aborrecimiento de lo que se tildaba, como quien desahucia a un leproso, “el Estado liberal”. La democracia representativa y sus mecanismos restaurados, le dio al viejo Benedetti, perseguido y exiliado, el consuelo de pasar sus últimos años en un país gobernado por el Frente Amplio, la organización de izquierda que él había fundado en 1971.

Los biógrafos de Benedetti hacen algunos esfuerzos (no muchos, ciertamente) por disminuir la agradecida servidumbre que caracterizó al escritor uruguayo frente a Fidel Castro y su dictadura, sin mayores estremecimientos, de principio a fin, desde fines de los años sesenta hasta los fusilamientos de 2003 y a través del caso Padilla que a Benedetti no lo movió un centímetro. Aquí y allá, sin demasiada convicción, se presenta a un Benedetti áulico recomendándole al dictador que mejore la prensa de La Habana o en pose victorhuguiana desaconsejando, universalmente, la pena de muerte.

Es probable que las páginas más trascendentales de Benedetti no sean sus descripciones de la vida burocrática o sus canciones de amor y desamor sino aquellas en que retrata la tortura y su horror moral, como ocurre con Pedro y el capitán (1979), su obra de teatro. Es trágico que la validez moral de esa denuncia quede viciada de origen, en su dimensión universal, al confrontarse con la aquiescencia rutinaria de Benedetti ante los crímenes de esa otra tiranía de la que fue huésped frecuente y alto funcionario cultural. A Benedetti le gustaba mucho citar (y a sus biógrafos les gusta repetir, con él y quizá a manera de fianza, la citación) el poema en que Octavio Paz habla de “los otros que me dan plena existencia”. Francamente, es dudoso que a Benedetti le hayan interesado “los otros”. Amó a los suyos y se felicitó de que fuesen una multitud, una calurosa muchedumbre. A ellos, los confortó con el sentimentalismo que se requiere, a veces, para no pensar.