miércoles, julio 19, 2006

Dos de julio: dos países

Ahora que hay escasez de tiempo y lugar para escribir, algo de mi columna en El Guardián...


Algo ha salido a flote en este inconcluso proceso electoral: la extrema desigualdad que persiste en el país. Antes, durante y después de las presidenciales, dos bandos se han definido e identificado con claridad. Por un lado, la derecha, la cual ha estado representada por las clases medias altas y altas, generalmente. Por el otro, la izquierda, donde están las clases medias bajas y bajas, en su mayoría. Claro, esto no exenta que en cada una no se mezcle ese vasto universo que representa la clase media sin adjetivos. Sin embargo, en términos generales, lo que tenemos ahora es un país dividido en dos.

El resultado de los comicios así lo demuestra. De acuerdo al recuento de las actas de los 300 distritos electorales del país, el candidato del PAN, Felipe Calderón, obtuvo 15 millones 284 votos, lo que representa 35.89 por ciento del total del padrón electoral. En contraparte, Andrés Manuel López Obrador, candidato de la Coalición por el Bien de Todos (PRD-PT-Convergencia) alcanzó 14 millones 756 mil 350 votos, es decir 35.31 por ciento del total. Así, la diferencia entre el primer y el segundo lugar, a reserva de lo que pueda determinar el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, es de apenas 0.58 por ciento.

Una lectura rápida de estos datos nos arroja un veredicto que, aún por su simpleza, es contundente y aleccionador: la mitad no votó al ganador. Un tema difícil porque, a pesar de que en las democracias se gana por un solo voto (expresión que, por cierto, se ha convertido en un lugar común que se dice a la menor provocación), también es cierto que entre más votos recibe un candidato, mayor es el grado de legitimidad al que se hace acreedor.

Un cartón aparecido en la edición pasada del semanario Proceso ilustraba a la perfección este hecho. De un lado aparecía Calderón con un trozo de país que iba desde Baja California hasta el Bajío, coloreado en azul, aunque con dos manchas amarillas: Zacatecas y Baja California Sur. Del otro estaba López Obrador con su respectiva porción, la cual también tenía dos manchas del color opuesto al suyo: Puebla y Yucatán. Una especie de homenaje involuntario a esa filosofía oriental del equilibrio llamada ying-yang.

Hace unos días leía el blog de un periodista de un diario de Tijuana en donde se regocijaba de que “el norte” había hecho la hazaña la madrugada del jueves seis de julio. En su opinión, la parte más industrial de México había erradicado la amenaza que representaba la subida al poder del sureño.

En contraste, el sábado pasado pude apreciar en el Zócalo de la Ciudad de México una imagen que bien podría servir para ilustrar ese concepto ambiguo y confuso que es la palabra “pueblo”. Una enorme masa de gente acudía al llamado de su líder con el fin de recabar información sobre lo que debe proceder en los próximos días. Sobra decir que el perfil de los asistentes era diametralmente opuesto al de –por ejemplo—aquellos que se manifestaron en contra la inseguridad vestidos de blanco.

¿Qué hacemos ante este escenario? ¿Dividimos al país para que cada quien viva con los suyos?

Pero vayamos un poco al origen del problema. Esta polarización es el resultado de la histórica pobreza y desigualdad que se vive en México. Por siglos, en el país han cohabitado –a veces en paz, a veces en conflicto—los dos opuestos de la escala social. Una de las características de la sociedad mexicana ha sido su clasismo, su racismo y su rigurosa aplicación de códigos de conducta basados en prejuicios. Claro, todo bajo la más diplomática de las sonrisas y siempre negando su existencia. Al igual que los Capuleto y los Montesco del siglo XIV, las clases sociales de este país han sido especialmente cuidadosas de no mezclarse con sus contrapartes a lo largo de su vida.

Unos y otros se han visto con mutuo recelo y desconfianza. En condiciones normales pueden entablar relaciones, generalmente destinadas a recibir y proporcionar algún servicio. Pero en ocasiones como ésta las diferencias se polarizan, dando como resultado que los rencores afloren y las pasiones se enciendan. Un pegote en la defensa de un coche alemán dice “Sonríe, no ganó El Peje”, mientras en la pared de un suburbio la sentencia es “No al pinche fraude”.

De hecho, no vayamos tan lejos. Este fenómeno ya lo hemos experimentado en la región. El conflicto originado a principios de este año por la reubicación de los comerciantes ambulantes en Huauchinango originó –de alguna manera—la formación de estos bloques. Cada cual con sus argumentos y razones, el común denominador de ambos era rechazar al otro por el pecado original de no ser igual.

Sin embargo, al final del día todos seguimos en el mismo barco. Ricos y pobres. Privilegiados y desfavorecidos. ¿Entonces?

Tal y como se hizo notar desde la aparición de los primeros promocionales bélicos en la campaña, el verdadero riesgo estaba en la etapa posterior, es decir en la que ahora nos encontramos. ¿Qué pasará con la porción que no obtenga el triunfo? ¿Cómo podrá confiar en la otra si a lo largo de varios meses fue descalificada y vilipendiada por su oponente?

En fechas recientes el equipo de Felipe Calderón dio a conocer que buscaría entablar conversaciones con López Obrador. “¿Para qué?”, se preguntaba Ricardo Monreal, coordinador de las Redes Ciudadanas, “¿no que es un peligro para México?”.

Las sociedades igualitarias no existen, son utópicas e inalcanzables. El punto es tratar que las diferencias entre los individuos y los grupos se reduzcan. Nada más. Al respecto, es conveniente recordar el ideal de igualdad en el viejo Karl: a cada quien según sus necesidades, a cada cual según sus capacidades.