viernes, julio 28, 2006

¿Y el Congreso?

La elección presidencial ha concentrado la atención de la mayor parte de la opinión pública. La incertidumbre que se vive respecto a la calificación final de la misma por parte del Tribunal Electoral ha abonado el terreno para que, un día sí y otro también, el tema sea especular quién será el titular del Ejecutivo Federal los próximos seis años. Sin embargo, un asunto de vital importancia está ocurriendo tras bambalinas: el de la composición de las dos cámaras del Congreso mexicano.

A diferencia del proceso para elegir al próximo presidente, el conteo para determinar a los 500 diputados federales y a los 128 senadores que componen el parlamento parece no estar dando problemas. Fenómeno curioso, sin duda. Si las acusaciones sobre supuestas manipulaciones ocurridas el dos de julio resultaran verdaderas, es difícil pensar que éstas no hubieran alcanzado también a la elección de los legisladores. Es decir, si las sospechas sólo afectaran las presidenciales, estaríamos frente a un verdadero portento de eso que llaman “ataque quirúrgico”.

Los resultados obtenidos han mostrado la consolidación de una tendencia que se viene presentando desde 1997: la de la conformación de gobiernos divididos. En efecto, desde aquel año, en el cual el PRI perdió por primera ocasión la mayoría en la Cámara de Diputados, las elecciones legislativas han generado una repartición del poder al mismo tiempo equilibrada y confusa. La ciudadanía parece no querer dar un cheque en blanco a una sola organización política, pero tampoco determina con claridad a quién le otorga el timón.

De acuerdo a las cifras del IFE, en las elecciones federales para diputados el PAN obtuvo 13 millones 876.4 mil votos, frente a 12 millones 40.6 mil de la Alianza por el Bien de Todos (PRD-PT-Convergencia) y 11 millones 704.6 mil de la Alianza por México (PRI-PVEM). En el caso del Senado, las cifras fueron muy parecidas: 13 millones 896.8 mil, 12 millones 298.7 mil y 11 millones 629.7 mil, respectivamente. Lo anterior, traducido en términos de posiciones, nos da un total de 205 diputados y 52 senadores para el PAN, 160 diputados y 36 senadores para la Alianza por el Bien de Todos, y 122 diputados y 39 senadores para la Alianza por México.

En general, los pronósticos se han cumplido: volvemos a tener un gobierno dividido en el que es indispensable construir acuerdos ante la ausencia de mayorías definitivas.

Por gobierno dividido debe entenderse aquel en el que, dentro de un régimen de separación de poderes, el partido que obtuvo el Poder Ejecutivo –tanto Federal como estatales—no cuenta con el control mayoritario –al menos 50 más uno—en el Poder Legislativo.

En la conformación de esta clase de gobiernos pueden identificarse tres factores primordiales. Primero, la presencia de boletas diferentes para cada elección, lo cual es el origen del llamado “voto diferenciado”. Segundo, el dominio de temas locales en la agenda nacional, es decir cuando los ciudadanos otorgan mayor importancia a los políticos regionales que a los nacionales. Tercero, la depreciación del apoyo político al presidente, aunque este aspecto sólo se presenta en las elecciones intermedias.

El tema es importante porque, como ya hemos observado los mexicanos en los últimos años, tiene fuertes impactos en la vida política nacional. Acostumbrados como estábamos a que el Congreso sólo fuera un poder de ornato durante el régimen de partido hegemónico, la súbita relevancia que ha adquirido le ha significado afrontar nuevas responsabilidades.

Algunos politólogos ven a este tipo de gobierno como el modelo “normal” o “ideal” dentro de las democracias. Otros lo conciben como una especie de “accidente” o “pesadilla” que padece el electorado. Al final, el veredicto se establece en función de las consecuencias que generan.

Entre los aspectos negativos están la propensión a la inestabilidad y al conflicto que genera la relación entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, acentuando la proclividad de llegar a la “parálisis gubernamental”. Algo que el presidente saliente Fox enfatizó –por ejemplo—para justificar el por qué no se obtuvieron las multicitadas reformas estructurales que el país necesita. Esto también da como resultado que la responsabilidad por los fracasos o las ineficiencias gubernamentales se diluya ante las acusaciones mutuas. Asimismo, este fenómeno suele ocasionar gobiernos de coalición no deseados ni buscados entre antagonistas políticos. Al respecto, debe recordarse la invitación del mismo presidente Fox al PRI a “cogobernar”, siendo que uno de sus lemas de campaña fue “sacar al PRI de Los Pinos”.

En contraste, el asunto también genera cosas rescatables como la existencia de una efectiva independencia entre los poderes, así como un impulso al cálculo preciso de los resultados y consecuencias de las acciones realizadas. Es probable que esta última afirmación sea la que explique el por qué siguen presentándose este tipo de votaciones en el país: el electorado evalúa el desempeño de sus legisladores y, al no estar convencido de la eficacia de alguno sobre los demás, decide volver a ponerlos a prueba en una situación de equilibrio.

No debemos perder de vista que el dos de julio no sólo se eligió al Presidente del país. También nombramos a nuestros representantes en el Congreso. Los mismos que son cruciales porque, como hemos experimentado de un tiempo a esta parte, ejercen más poder e influencia que en el pasado.

Si anteriormente un diputado federal o un senador eran intrascendentes en sus decisiones, así como personajes desconocidos para sus electores, en la actualidad el primer punto se ha modificado: los legisladores son actores clave en la gobernabilidad del país.

Desafortunadamente, el segundo aspecto sigue tan vigente como en los viejos tiempos.