jueves, noviembre 16, 2006

¿Otro año prueba cero?

El Guardián, noviembre 11, 2006.


Mi generación recuerda con zozobra la transición de las administraciones Salinas y Zedillo. En aquellos años –1994 y 1995—el país experimentó diversos hechos que cimbraron de alguna manera el orden y las creencias arraigadas desde la instauración del régimen posrevolucionario. Tal y como tituló la revista Proceso en una de sus portadas de la época, a mediados de la década de 1990 se acabó el mito de la paz social.

La irrupción de un movimiento guerrillero en el estado de Chiapas, el asesinato de figuras políticas de primer nivel como el entonces candidato del PRI a la Presidencia, Luis Donaldo Colosio, y el secretario general de ese partido, José Francisco Ruiz, así como la crisis económica provocada por el “error de diciembre” (si la economía estaba sostenida con alfileres, ¿para qué se los quitaron?, preguntó el ex secretario Pedro Aspe), marcaron el rumbo de la sociedad mexicana contemporánea.

Lo anterior pudo apreciarse en el resultado de las presidenciales de 2000. A pesar de que el gobierno encabezado por Ernesto Zedillo entregó cuentas satisfactorias en términos de estabilidad económica, la población pasó la factura al antiguo régimen votando por la transición. Un hecho interesante ya que, mientras los gobiernos priístas que concluían en medio de escándalos políticos y financieros ganaban con relativa facilidad, la primera administración sin crisis sexenal severa debía entregar la banda presidencial a la oposición.

Sin embargo, las repercusiones de aquellos años prueba cero aún se perciben. De acuerdo a cifras oficiales, los empleos perdidos a raíz de los desajustes económicos todavía no se recuperan en su totalidad. Asimismo, la capacidad del Estado para garantizar la seguridad de sus habitantes ha sufrido un constante proceso de desgaste por los abiertos desafíos que ha recibido de organizaciones criminales. La sombra de la alteración entre sexenios no ha sido exorcizada del todo.

La conclusión de la administración Fox lo demuestra. Conforme ha avanzado 2006 el ambiente político ha tomado matices extraños. Las imágenes festivas de la noche del 2 de julio de 2000, en la que una multitud concentrada en la glorieta del Ángel de la Independencia arengaba al recién electo presidente mediante la repetición de la frase ¡no nos falles!, dista totalmente de las escenas que la televisión ha transmitido al término del mandato del mismo personaje.

Los autobuses, camiones y coches quemados en la capital de Oaxaca, las barricadas instaladas en sus calles, las fachadas semi destruidas de bancos y auditorios por los bombazos del 6 de noviembre en la Ciudad de México, entre otros acontecimientos, dan cuenta de que, en términos políticos, estamos instalados en una crisis de final de sexenio, la más fuerte desde 1988.

La consolidación de la democracia en el país ha resultado más complicada de lo que aparentaba ser. Diversos analistas consideraron al resultado de las elecciones de julio pasado como la evaluación definitiva para obtener el grado de demócratas. Ahora lo vemos más claro. No sólo se trata de transitar pacíficamente de una élite gobernante a otra, sino de comprender de qué va este asunto. Es decir, de no sólo andar pregonando que la democracia es la vía, la solución y la Tierra Prometida, sino de entenderla, asimilarla y sujetarse a sus implicaciones.

El viejo Bukowski solía afirmar que la diferencia entre una democracia y una dictadura radicaba en que, en la primera, podías votar antes de empezar a obedecer.