Avilés y Sheridan
Paseando por el blog de René Avilés Fabila, escritor mexicano, encontré el siguiente texto que involucra a dos personajes de los que me he declarado fan: Guillermo Sheridan y el propio RAF. El texto es bastante interesante y, bueno, para que cada quien saque sus propias conclusiones, aquí va la transcripción íntegra.
Guillermo Sheridan, ¿mi más grande admirador?
René Avilés Fabila
De pronto, mi fiel computadora Sony me avisó que tenía dos correos, uno nacional y otro más de Chile. Los leí y no pude menos que sorprenderme. Ambos me felicitaban por un “elogioso texto escrito por un señor de nombre Guillermo Sheridan” aparecido en El Universal y puesto en línea. No recordé quién demonios era aquel tipo que me elogiaba y que, según, el chileno, “probaba las excelencias de mi prosa y la admiración que Guillermo sentía por mí”. Repasé mi agenda: ¿Sheridan, Sheridan…? Ah, tuve una amiga, muy querida, por cierto, con ese apellido, Beatriz. Era simpática, encantadora y con señales de una gran belleza pasada. La conocí en casa de Jacqueline Andere y como era una mujer ingeniosa que sabía enormidades de literatura, en especial de teatro, en las fiestas nos dedicábamos a conversar y beber.
No, ella no podía ser por una sencilla razón, más bien por dos, en principio no era Guillermina sino Beatriz y había muerto hacía un par de años, quizá más. Como ignoraba quién era el misterioso admirador, me limité a agradecer la atención de aquellas dos personas y a suponer que el tal Sheridan sentía por mí una especie de pasión secreta o era el seudónimo de un amigo cercano.
Pasó algún tiempo y de pronto, revisando mi archivo, me percaté --como en las viejas películas-- de un sobre amarillento. Lo abrí y resultó que era ¡de Guillermo Sheridan! Me saludaba y festejaba el habernos conocido. Ponía a mi disposición la revista de la UNAM para la cual trabajaba. El tono era servil, zalamero. Recuerdo que no le mandé ningún material para su publicación. A veces lo encontraba en los pasillos universitarios de Filosofía y Letras, sucio, descuidado, con mirada extraviada. Según me indica mi mala memoria, apenas si intercambié un saludo con él, era desagradable, tortuoso y muy mexicano a pesar del apellido: prepotente con los de abajo y servil con los de arriba.
Después, para saber más de aquel hombre que se había ocupado de mi trabajo, le hablé a varios escritores y periodistas culturales: apenas habían oído hablar de Sheridan. Fui al Pequeño Musacchio para que me sacara de dudas, allí supe que “ha ejercido la docencia en la Facultad de Filosofía y Letras” (una vaguedad) y que es ¡ensayista! (otra vaguedad). Más adelante, y gracias a una labor de investigador minucioso me enteré que había sido discípulo (eso me dijo alguien del Instituto de Investigaciones Filológicas) de Octavio Paz y que --extraños son los caminos del Señor-- el poeta premio Nóbel jamás se enteró. Pero, me dijeron ahora en Investigaciones Históricas, que bajo el gobierno de Ernesto Zedillo algún burócrata cultural tuvo conocimiento de la “estrecha relación maestro-alumno entre Paz y Sheridan” y puso en manos del segundo el legado del primero: la Fundación Octavio Paz, A. C. S. de R. L.
Sheridan sintió --pude conjeturar-- que ya había triunfado y que algo del éxito de Paz quedaría en sus manos. Aceleró la publicación de algunos de sus más brillantes ensayos y, emocionado, supuso que nada quedaría de los antiguos discípulos y súbditos del maestro. Se perderían en el olvido Krause, Rosi, Huerta y demás que lo habían seguido en las buenas y en las mejores de su triunfal ruta como caudillo cultural indiscutible del México contemporáneo. Ahora Sheridan estaba en posición de competir con el inaudito Carlos Monsiváis. Sheridan, pues, llegó a pensar --me lo dijo un alumno suyo-- en hacerse un trasplante de pelo, ya que Paz tuvo siempre abundante cabellera y él era calvo para mostrar la brillantez de su cabeza, pero que en su nueva tarea no le iba.
Me sentí no halagado sino abrumado. Dios mío, y este figurón, señor de las letras times new roman de 13 puntos me ha elogiado, no puedo creerlo, necesito la confirmación. Estaba yo realmente emocionado, me moría de ganas por ver aquello que Guillermito-mito había escrito sobre mi modesto trabajo literario o saber sobre qué libro mío había fijado su enorme talento.
En eso estaba cuando me llegaron nuevos datos: la viuda de Paz lo había cesado por inepto, plagiario, mamón y porque el tipo sentía que ese cargo, esa responsabilidad, lo había consagrado para siempre. Pues no. De pronto, dejó de ser empleado de Mari José o Mariyó, como le decían los habituales a su casa cuando vivía Octavio. En otras palabras, ya no era, según su propia terminología, mariyordomo. La confusión llegó al hermoso edificio en Coyoacán donde estaba la Fundación Octavio Paz, A. C. S. de R. L. y los recursos oficiales pasaron, ante la pugna de las dos viudas, una nueva fundación para la literatura, donde un burócrata cultural, Eduardo Langagne, hace de las suyas. ¿Y el legado de Paz, su biblioteca, sus cuadros, sus objetos más queridos, su fama, su dinero? En manos de Mariyó, por supuesto. Guillermito-mito Sheridan se quedó sin el pomposo cargo. Quizá por eso escribió elogiosamente sobre mí, conjeturé esperanzado.
Al fin comencé a encontrar libros de Sheridan. Descubrí que a los quince años había escrito obras maestras del ensayo, tales como Paralelos, meridianos y uno que otro polo. Lo leí, pero nada de su genio me quedó claro. Era un libro ambiguo, sin personalidad, gris Oxford, carente de inteligencia y originalidad. Es posible que no sea yo su lector más adecuado, razoné en medio de monosílabos.
Opté, entonces, por buscar algo sobre Guillermo Sheridan. Fue difícil, pero hallé un admirador suyo: Christopher Pérez, quien escribió lo siguiente en un cálido “ensayo”: “Sheridan, compañero y dueño de la lectura, conocedor de los vericuetos de la lingüística, nos hace saber de sus autores, sus artistas, su mundo intenso y profundo, denso y agudo, para que lo habitemos como una locura en continuo estado de verbalización perpetua e incógnita. Junto a la creación de Cervantes, Shakespeare, Freud, Proust, Kafka, Cristóbal Colón, Cristóbal Nonato y Cuauhtémoc Sánchez, penetra en la identidad latinoamericana, bebe la ilustración francesa con boca indígena y semi-española, tal vez inglesa de las colonias, y halla la verdadera religión de la lengua castellana, para salvarnos del envilecimiento cultural y evitar el precipicio interactual que propuso Eliot… Un delicioso juego semiótico de espejos, laberintos y sombras.” Ah chingao.
Pero más adelante, su crítico precisa, al parecer con inteligencia ininteligible, que “el trabajo de Sheridan sufre las paradojas cenitales y ahondan en un mar borgeano con toques del dantesco pozo de Vargas Llosa…” El analista prosigue inclemente: “combina la lucidez con lo lúdico y lo orgásmico con lo milenario y vanguardista, camino por el cual accede con brillantez y un talento poderoso y original, al Vasconcelos in extenso en su intento por hacer la crítica totalizadora de un alocado vértigo que se comprueba en su trabajo sobre Salvador Elizondo y la relación de Farabeuf, Sade, Pound, Reyes y Disney. Aquí la caída es vertical y no paralela y sólo es posible apreciarla desde la perspectiva del plano oblicuo.”
Estaba a punto de volverme loco con el sorprendente ensayo de Christopher sobre los ensayos de Sheridan, cuando, afortunado, encontré el punto final; el problema es que antes leí estas líneas alucinantes de Pérez: “Sheridan es un poeta desconcertante, un raro clásico que logra su libertad funcional, la sabiduría literaria del yo y el alter ego de la superestructura humana, un inquilino de su propio lenguaje que delibera en la soledad de sus propios cánones y con valores más allá de lo universal, es un gambusino perenne destinado a encontrar oro en las minas más profundas del saber humano, con interés pulcro y sagacidad etérea desentierra gemas metafóricas y sucumbe ante la belleza. Es un autor más que fundamental y ameno cuya claridad impresiona…” Uf y uf.
Con honestidad, no entendí nada de lo que decían primero Guillermito-mito y más adelante su atroz crítico Christopher, pero me convenció de algo: si ese genio me ha dedicado una sola línea, entonces ya estoy consagrado, tengo talento, como cuando Paz me insultó e ironizó utilizando un ingenio más o menos patético (“Avilés quiere ser hábil es, pero no, ah vil es”) y Alberto Dallal me telefoneó para advertirme: René, ya eres famoso o al menos tendrás un epitafio del hasta hoy único premio Nóbel de literatura mexicano.
Finalmente, un ratón de biblioteca me avisó que tenía el artículo de Guillermo Sheridan sobre René Avilés Fabila y que sí, en efecto, era elogioso. En consecuencia, añadió, usted debe sentirse dichoso, pues ese talento discreto y embozado (así lo dijo el ratón) se ha fijado en su literatura. Significaba que es alguien valioso. Bueno, ni remedio. Fui a mi casa y leí el artículo de marras. En realidad, después de quince lecturas, me di cuenta del contenido. Era una burla a un libro mío, Recordanzas, una obra autobiográfica de unas 400 páginas. Sheridan se había tomado la molestia de leerlo minuciosamente para luego sacar varias frases de contexto y hacer una especie de juego de palabras poco afortunadas. Al parecer la intención era mostrar mi cursilería o algo así. Pensé, el tipo debe odiarme en serio. O estar enamorado de ti, añadió un cuate cercano, para darse a esa tarea casi monumental y obsesiva. Quiere llamar tu atención. Si uno saca una línea de contexto, de quien sea, incluidos los clásicos, es posible ironizarlo ya sin el soporte.
Muy triste dejé de lado a Sheridan y les hablé a mis más cercanos amigos universitarios para contarles la historia en busca de consuelo. No te deprimas, me dijo uno de ellos, eso quiere decir que nadie le entendió a Guillermo, yo mismo me equivoqué al leerlo y pensé que era un elogio para tu trabajo. No tiene claridad ni orden en el cerebro. Es confuso, pero no por razones de claridad, como decía Hegel, sino porque él mismo no sabe qué busca en la literatura. Peor aún, no sabe qué hace allí, tratando de ser escritor. Ignoro cómo lee y escribe y menos qué demonios quieren decir sus textos: son los de un insufrible mamón que pretende ser culto y original y sólo consigue empantanarse más. Punto.
Pero tiene premios, argumenté en su defensa. Sí, atacó mi colega, son el resultado de intrigas y presiones amistosas. No te tortures, aprovecha el galimatías.
Mi amigo tenía razón. Ahora preparo, con motivo de mi próximo cumpleaños, un tomo con todos los artículos, ensayos, críticas y comentarios que se han escrito sobre mi trabajo literario. Huelga decirlo, el libro abre con el artículo de Guillermo Sheridan. Dudé si incluirlo o no, pero cuando lo entregué a Consuelo Zaizar para su publicación en el Fondo de Cultura Económica, ella, dejando su guitarra en manos de Joaquinito Díez Canedo, me dijo con fineza y elegancia: “Oye, hijo, qué buena onda, qué cosas más chingonas puso de ti ese cuate Sheridan. Debe ser tu admirador fanático, ¿no?”
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