viernes, enero 30, 2009

El perro tras su cola

México ha caído en una etapa de ostracismo caracterizada por querer solucionarlo todo a base de la contemplación.

Cuando leo que para arreglar tal o cual cuestión hacen falta "más leyes" pienso, bueno, lo que importaría en todo caso es que las que existen se cumplan. México está tomando el sesgo de ser un país de muchas leyes inútiles, pero cuya idea de la eficiencia radica en, precisamente, generar más para arreglar las que no se aplican.

Otro punto de nuestra adicción es la de generar "grandes acuerdos". Para el campo, para el trabajo, para la refundación misma de la Patria. ¿Y luego? Nada. Se olvidan. Al igual que las leyes.

Leyes, acuerdos. Acuerdos, leyes. Más leyes. Más acuerdos. Más leyes y más acuerdos. Cero resultados

Hace falta más acción. Hace falta más administración pública.

En fin.

Aquí un artículo de un tipo que casi nunca leo, pero que ahora me ha gustado mucho lo que ha dado en El Universal.



México: barbarie o unidad
José Fernández Santillán

El que hoy se hable de México como un “Estado fallido” mueve a recordar el célebre escrito de Hegel, La Constitución de Alemania (1817). Ese documento empieza con una frase lapidaria: “Alemania ya no es un Estado”.

Una afirmación de tal calibre hecha por uno de los mayores teóricos de la política no podría tomarse a la ligera; quedó como una admonición clásica para todos los tiempos: se fundamentaba en el hecho de que la unidad de su país estaba más en los buenos deseos que en la realidad; era innegable que por todos lados imperaba la anarquía; el poder público había sido carcomido por los múltiples poderes privados que existían a su lado; a cada momento el gobierno daba muestra de incapacidad para mantener la cohesión nacional: “Todo concurre —sigue diciendo este autor— a hacer pensar que Alemania ya no es un cuerpo estatal unitario, sino una multitud de poderes independientes, y si observamos la esencia de estos poderes, tendríamos que decir que son soberanos”.

Aparte de esta dispersión de poderes, otro síntoma del fracaso del Estado era, a su entender, que la ley dejase de funcionar. Lo decía en los siguientes términos: “La disolución de un Estado se reconoce, por lo demás, precisamente por el hecho de que todo procede de manera diferente de lo que establecen las leyes”.

Hay, pues, por lo menos dos indicadores de que el cuerpo político languidece: cuando la ley deja de tener plena vigencia y cuando las fuerzas privadas se ponen al parejo o superan al poder del Estado. Lo dijo con preocupación Ignacio Burgoa: “México es un estado de derecho más que imperfecto”. Y qué significa esa imperfección si no que en nuestro país la ley adolece del poder necesario para ser aplicada sobre todo en materia de persecución del delito.

No hay más que mirar nuestro entorno para percatarnos de que, aparte de la delincuencia organizada, el Estado es presa de una miríada de fuerzas que han puesto su autoridad en entredicho: la descarada injerencia de la Iglesia católica en asuntos políticos; grupos empresariales que hacen y deshacen a su antojo; el poder fáctico del duopolio televisivo que en nombre de la libertad de expresión defiende sus privilegios; la arbitrariedad con la que ciertos gobernadores (verdaderos señores de orca y cuchillo) desgobiernan sus estados sin que haya un poder central que los limite; y, como cereza en el pastel, la corrupción que, ése sí, campea oronda sobre todo el territorio nacional.

Cierto: no es que nuestro caso sea el de la Alemania en tiempos de Hegel o el de la ex Yugoslavia en nuestra época, cuyo líder Josip Broz Tito, apenas murió, se desvencijó.

Su desmembramiento dio lugar a una serie de guerras interétnicas que la ponen como ejemplo de un verdadero y propio Estado fallido. El problema, por ahora, no es ése; la preocupación es hacia dónde nos dirigimos. Para hablar en términos llanos y sencillos, poner atención en la película y no en la fotografía; o sea, cuestionarnos: ¿hacia qué lado del espectro nos estamos moviendo? ¿Hacia la degradación o hacia el perfeccionamiento de nuestra convivencia social?
Me temo que es hacia lo primero y no hacia lo segundo. Nos estamos hundiendo en la barbarie y estamos alejándonos de la civilidad.


Luego entonces, la pregunta de rigor es la siguiente: ¿hay algún remedio para revertir la tendencia? La respuesta que dio Hegel nos queda como anillo al dedo: si el Estado había fallado quedaba el sentido de pertenencia nacional: “La nación, aun sin ser un Estado, sí constituía un pueblo”. De allí debemos partir para rehabilitar al país. Recuperar la idea de unidad: dejar de ser una multitud dispersa para convertirnos, de nuevo, en un pueblo reunido en torno a un interés común.

Valga la metáfora: pasar de ser un montón de tablones arrumbados en la arena a ser un barco con rumbo. Poner en pie la herencia histórica de pertenencia a una casa común que los abusos, la mezquindad y la cortedad de miras han puesto en vilo.

jfsantillan@itesm.mx
Académico del ITESM (CCM)