martes, enero 27, 2009

El ruido de fondo

Tener cubículo privado no es directamente proporcional a tener tranquilidad para trabajar.

El que ahora ocupo es todo menos apacible. Por enfrente transitan cualquier cantidad de enardecidos, entusiastas, escandalosos colaboradores. Caminan, pasan, cruzan, atraviesan. Todos con sus asuntos cruciales en la cabeza que, por lo regular, exteriorizan a base de largas y fuertes conversaciones y peroratas. Sobra decir que, además, no sólo caminan, pasan, cruzan y atraviesan el pasillo, no, también se dan un tiempo bastante generoso para echar un vistazo pormenorizado al interior de mi lugar de trabajo.

Los he pillado: un día, por curiosidad, me he quedado viendo hacia afuera y no hacia el monitor de mi computadora. No dudaría en afirmar que 75 por ciento de la gente que transitó por enfrente viró la cabeza para dirigir su mirada hacia mi persona y, por ende, saber con exactitud qué estaba haciendo en ese preciso momento. Al notar que los estaba observando la mayoría puso cara de (supuesta) pena y rápidamente devolvió sus ojos al frente.

Pero no sólo eso. A unos metros hay un teléfono que es utilizado para cualquier tipo de gestión de asuntos estrictamente personales, los cuales, claro, se resuelven mejor a gritos. Así, los de este rumbo nos podemos enterar de viajes, paseos, planes, fiestas, apodos, vicios y otras lindezas del personal.

En suma, un ambiente propicio para el trabajo fecundo y creador.

En el Ministerio, al estar todos expuestos a la mirada de todos, como que ya habíamos creado anticuerpos suficientes para no estar al tanto de lo que hacían los demás. Ya no nos importaba tanto que alguno no pudiese superar su nivel en el Tetrix o en el Solitario del ordenador, o bien, que otro se la pasara checando sus negocios de jurisconsulto. Ante la sobredosis de transparencia desarrollamos habilidades insospechadas para el común de los mortales como, por ejemplo, hablar al decibel más bajo posible y aún así poder ser escuchados a través de la línea telefónica.

Pero aquí lo prohibido y lo nebuloso fomentan el morbo. ¿Qué hará aquel metido en su cubículo? ¿Trabajará? ¿Se la pasará haciéndose tonto? ¿Por qué él tiene cubículo y yo no? ¿Lo pillaré en algún momento bochornoso? ¿De qué privilegios goza?

Algunos optan por mantener su puerta cerrada. Yo, siguiendo algunos designios políticamente correctos de la misma transparencia y tal (la Administración Pública es un edificio con bases de hierro y paredes de cristal, dicen los neo-clásicos), prefiero mantenerla totalmente abierta. Sin embargo, he pensado seriamente en modificar mis hábitos y, por lo tanto, en emparejar mi entrada. Es decir, en no cerrarla por completo, pero tampoco en seguir con esa política de "puertas abiertas". Lo anterior, por mamón y también porque a veces se necesita del silencio y la calma para trabajar.

Pero, bueno, así es la mexicana alegría. Si las bibliotecas de este país son una sucursal de La Alameda, ¿qué podíamos esperar de las trincheras laborales de la autonomía?