Viernes de agitación, temblores e incomunicación
Hay mucha agitación por esta oficina autónoma por un tipo de acto que habrá la próxima semana. Si de por sí mi cubículo es todo menos un remanso de tranquilidad y paz para laborar, en este momento es la mejor platea para admirar el desfile de funcionarios, trabajadores, villamelones, colados, líderes, generales y demás entes con plena vocación para mandar y no ser mandados. En fin. Creo que me voy acostumbrando a esta especie de caravana circense que es este empleo y su ubicación geográfica.
Hace un rato tembló y fuerte. Creo que en todo mi historial en la ciudad no había sentido uno así. De repente como que me sentí mareado, luego escuché una especie de estruendo y después fue como una semi-caída libre o asentamiento. La gente comenzó a dar el grito de guerra de "está temblando" para intentar buscar una salida. Pero como en esta oficina autónoma JAMÁS se ha montado un simulacro (al menos no durante mi estancia de 14 meses), pues no sabía exactamente por dónde había que huir de manera más o menos ordenada. En el Ministerio, no está por demás recordarlo, a cada rato hacíamos simulacros y jornadas de evacuación y tal, con conteo del tiempo y todo eso, para así estar preparados para el día del Big One Mexica. Además, aquí ni alarma sísmica hay y los tíos de las brigadas fueron los últimos en enterarse.
Si juntamos los dos acontecimientos narrados brevemente arriba, podemos tener un panorama claro de cómo la gente comenzó a hacer un uso extremo de sus móviles: para llamar a sus familiares, para enviar mensajes de textos, para intentar consultar los diarios en línea. Todo en busca de una o unas respuestas coherentes y rápidas. Si de por sí con el montaje del acto están todos pegados a sus aparatos de intercomunicación, con el temblor la cosa se exponenció notablemente.
Y ahí fue donde me dije, bueno, ¿y yo por qué no uso tanto mi móvil? En efecto, a pesar de tener un iPhone de última generación con 16 GB, mi promedio de utilización del artilugio es bajísima, por no decir que casi nula. El timbre suena muy, pero muy de vez en cuando. Casi lo que hay son sólo SMS. Y eso sólo con algunos colegas cada vez más distantes. Es, en términos llanos, como si tuviera un Ferrari a la puerta de mi edificio sólo para ir cada tres o cuatro tardes a por el pan a cinco calles de distancia dentro de la misma colonia.
Lo mío, lo mío, lo mío nunca ha sido hablar por teléfono. Ni siquiera en el convencional. Mucho menos ahora en el móvil. De hecho, cuando suena me suele aterrar o poner las alertas en amarillo: o bien es algún alocado de la oficina intentando conquistar el mundo en 14 minutos o quizás se trate de alguna mala noticia.
En ocasiones quisiera que mi móvil sonara en situaciones específicas, por ejemplo, cuando estoy con alguien detestable y no sé cómo dar por terminada la conversación (monólogo, más bien), también cuando camino por la calle o cuando ingreso a algún local cerrado (sobre todo restaurantes y Starbucks) para verme --y sentirme-- importante. Algo así como, miren, ahí va ese adulto contemporáneo guapo rico y famoso resolviendo un problema más a través de su iPhone de última generación. Pero nada. El tío que va a mi costado por la calle gasta más crédito y tarjetas con su Motorola monoaural y monocromático de 1999.
En fin.
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