lunes, enero 23, 2006

Faltan 34 días

Nota introductoria: el subtítulo de este post es "Por tus pujidos nos cacharon...".

En efecto, colegas. Muchas cosas han sucedido en estos días. Las trataré de enunciar de manera breve. Desde hace un mes he estado metido en el proceso de concurso de una plaza dentro de esta misma oficina y la he ganado. En unos días más deberé ser ascendido y, por ende, tendré mayores armas para afrontar los al parecer interminables gastos que implica encabezar un hogar. He terminado la tesis de maestría en su fase preliminar. Mañana la llevaré con mi tutor y, después, la investigación entrará en la dinámica de búsqueda de sinodales, revisiones y aprobación. Aunado a lo anterior, desde hace dos semanas nos hemos mudado definitivamente de piso.

Hemos dicho adiós a Villa de Cortés, a sus viejitos católicos, a sus camellones, a su festividad de Santa Rita, a su estación del metro con prostitutas incluidas, a su trolebús, su avenida llena de taquerías (Fernández del Castillo), a su Oxxo de Javier Sorondo y Rubén M. Campos, a su extinto Centro Mexicano de Escritores, a sus locales comerciales de tortillas de harina, de artesanías chiapanecas, de reparación de electrodomésticos, en fin, a todo lo que me sirvió de escenografía durante más de siete años.

Ahora estamos en otra colonia, dentro de la misma delegación, pero del otro lado de Tlalpan y más cercana al Centro. Una de esas donde la construcción de "desarrollos" y "condominios" se ha disparado como hongos después de la lluvia. A partir de la segunda quincena de enero vivimos en un edificio habitado --generalmente-- por clase media de la Ciudad de México. Desde las parejas de recién casados (en nuestra ala, al menos, tres de cuatro departamentos los ocupamos este tipo de inquilinos), sin hijos y relativamente jóvenes, hasta familias completas con todo y perros enanos y escandalosos.

La mudanza no ha sido fácil. De hecho, creo que ninguna lo es. No sólo por el terrible proceso de limpiar-guardar-tirar-empacar-trasladar-acomodar-desempacar-acomodar-limpiar, sino porque implica adaptarse a otros ámbitos. Por ejemplo, en Villa de Cortés ya tenía la suficiente confianza para caminar a cualquier hora por sus calles, mientras que en nuestros nuevos aposentos aún estoy en la etapa de reconocimiento de la zona. Además, antes sólo teníamos que convivir con un promedio de ocho vecinos. Pocos ruidos, cero juntas. Ahora, con 57 departamentos dentro del mismo edificio, todos esos factores se disparan. Si a eso agregamos que los materiales con los que construyeron las torres son confiables, pero altamente proclives a transmitir la información, la cosa se adereza.

Me explico: casi todo se escucha. Si haces ruido en el piso --que está en el quinto nivel-- es posible que el de planta baja lo note. De hecho, ya me sucedió. Hace dos semanas fueron a instalar una ventana y el cancel de uno de los baños después de las 19.00 horas cuando, de repente, se cortó la electricidad. Ingenuo yo, pensé que había sido un clásico apagón. El maestro, a la cabeza de una cuadrilla de dos mexicanísimos chalanes, dijo sabiamente: joven, nos cortaron la luz. ¿Cómo es posible? Si los vecinos que conocí en las juntas parecían sacados de un manual de ciudadanía de la OCDE, o mínimo, de algún pueblito de la costa británica de Canadá. Pues resulta que sí, que nos bajaron el switch y, además, que el vecino rijoso subió hasta la puerta de mi departamento para investigar qué coños sucedía que no dejaba a su hijita dormir y, por lo tanto, motivaba sus berridos a todo pulmón.

Debo decir que antes de que llegara este tipo hasta mi puerta imaginé enfrentarme a algún luchador o guarura. Todo lo contrario. El vecino era bajito, complexión media y, además, tartamudo. Vaya fiasco. Sin embargo, toda su fragilidad física se compensaba por un alto sentido de la responsabilidad cívica que le daba el derecho --según él, claro-- de bajar interruptores a diestra y siniestra cual si fuese su edificio. Después de un breve y conciso proceso de negociación, prometió subir la palanca con el fin de que los trabajadores siguieran en lo suyo. Unos minutos después volvíamos a tener electricidad. Vaya, gracias. Sin embargo, mientras esperaba la finalización de la faena, la cabeza se me fue calentando al pensar en los cojones que había mostrado este muchachito para hacer lo que nos hizo. Cuando todo terminó (más allá de los "cuatro hoyos" que argumentamos nos faltaban) y después de liquidarles a los honrados señores del aluminio, bajé en plan más bélico a encarar al vecino re-entusiasta.

Después de tocar varias veces a su puerta, mi discurso fue más o menos así: estoy de acuerdo que después de las 18.00 ya no se puede hacer ruido, disculpa, pero, coño, no me cortes la luz, es decir que no estamos en vecindad, primero sube e investiga. Desde una rendija esta versión revistada de Demóstenes sólo decía si si si, es que pensé que no había nadie. Vaya coñazo. Como si cualquiera pudiera entrar a nuestro departamento a hacer lo que se le antoje. El asunto quedó ahí y lo he visto un par de ocasiones después. Siempre se apresura a saludarme como diciendo, no hay pex, ¿eh?

En fin.

Después de esto todo ha ido muy normal. La gente se saluda en los pasillos y la entrada principal. Todos nos sonreímos fingidamente siguiendo las normas de la urbanidad. Aún estamos en la etapa de ay-sí-miren-qué-buen-vecino-soy.

Sin embargo, el sábado por la noche, mientras dormía junto a mi esposa después de toda una jornada de arreglos caseros, se escuchó un ruido. En general, nada me despierta en la madrugada, a excepción de que tenga el reflujo por la acidez o que Sivel me sangoloteé. Ese día fue lo segundo. "Alguien se cayó por la escalera", dijo inquieta. Mmmmmm, susurré. "No, no, escucha...", insistió. Y, bueno, después de unos segundos no pasaba nada extraño, nadie daba gritos y no se oían ruidos de cristales, sólo un coche a lo lejos y los clásicos sonidos que siempre existen en la noche, pero que nadie puede explicar bien a bien de dónde surgen.

Súbitamente, un ruido. Algo como un quejido. Wow. La cosa se pone buena. "Es un perro...", dijo Sivel. Mmmmm, respondí. Si si, suena como perro. ¿Se habrá caído? A ver, deja oír... En efecto, eran unos quejidos. "Es el pinche perro de la vecina del fondo", concluyó hipotéticamente mi esposa. No. Espera. Más quejidos. Wow. Nos quedamos en silencio y petrificados por unos momentos hasta que el panorama se aclaró: es aquí al lado, son nuestros vecinos, es la vecina, ¡¡¡ESTÁN COGIENDO!!!

Así es colegas, dentro de la aventura de vivir en departamentos de interés social nos ha tocado una clásica: escuchar los juegos eróticos de nuestros coterráneos a altas horas de la madrugada. Lo había visto en las películas o lo había escuchado en anécdotas oficinescas y pensaba que, de acuerdo, podía pasar, pero no a todos. Bueno, pues ahora puedo decir que sí suele ocurrir. Nuestros vecinos --recién casados, como he mencionado-- tuvieron invitados por la noche. Muchas risas, mucha plática, imagino que algo de alcohol. A las dos de la mañana cesaron los festejos. Silencio. Deduje que habían ido en su coche a hacer la labor de repartición. Llegaron más tarde, semi ebrios y cachondos, corrieron a su habitación (que está pegada a la nuestra) y comenzó el aquelarre sexual, el cual duró --por cierto-- como 15 minutos.

Tengo que aceptarlo: la vecina gemía bastante cachondo. Algo así como una repetición sistemática de aaah, aaaah, aaah, aaah, aaah, aaaah, aaaah, aaaah. Me espabiló por completo. Adiós sueño. De él, es decir de su esposo, no se oía nada (lo cual se agradece), pero ella sí estaba, como dice Fangoria, gozando y flotando en éxtasis. La gozadera en pleno, pues. Wow.

Al final la conclusión: no era un perrito, pero sí era de a perrito el motivo de los lamentos.

Así habló la burocracia.