sábado, enero 21, 2006

Faltan 36 días

Por fin, ya tengo los boletos para los Stones en las manos. Dos para el concierto del 26 de febrero en el Foro Sol de la Ciudad de México.

Gracias Claudia y Darío.

Se acerca el día.


Mientras tanto, algo de J. Villoro...

El libro de seguridad

Vivimos en un mundo peligroso donde cada nación se protege según su paranoia y su tecnología. El principio rector de la seguridad consiste en detectar las cosas que pueden ponerse peores, en anticipar lo que el enemigo podría hacer.

El sistema de seguridad más común en México es el libro de registro a la entrada de un edificio. ¿Es lógico que el mismo país que convidó al mundo la vainilla y el chocolate desconfíe tanto de quienes visitan sus oficinas? ¿Contra qué nos defiende esta costumbre vernácula?

Es sabido que no todo lo que tranquiliza se funda en un principio racional. El hecho de que numerosas farmacias lleven nombres de iglesias revela cierta desconfianza hacia los productos que ahí se venden. Se espera bastante de las medicinas, pero se espera más de comprarlas en un sitio llamado San José o, de plano, Farmacia de Dios.

El cuerpo se ve afectado por toda clase de creencias. Un cambio de ánimo puede conducir a la mejoría de un paciente. Leopold Bloom, protagonista del Ulises, lleva una papa en el bolsillo porque cree que le alivia sus padecimientos de reuma. Esta sugestión lo ayuda a caminar durante más de 600 páginas.

No hay duda de que las supercherías y la fe se mezclan con el raciocinio y a veces contribuyen a su causa. Dicho esto, sigo sin entender una superstición que no ha sido avalada por mejoría alguna: el libro en el que hay que anotarse, la más extendida contribución mexicana a la seguridad.

Analicemos de cerca el asunto. Rara vez el libro está solo. Si no hay un guardia al lado, uno sigue de frente sin que pase nada. Para que el libro tenga sentido, el guardia debe decir: "Se anota...".

El libro lleva atada una pluma. Esto significa que para robarse la pluma, hay que robarse el libro, que pesa unos cuatro kilos. La pluma amarrada indica seguridad.

Debo decir que me han tocado libros con lápiz. Aunque ahí los datos pueden ser borrados o falsificados, nadie parece juzgar que ese libro resulta menos seguro.

Si el guardia anotara los datos por sí mismo, podría disponer de un código de control. Pero deja todo en manos del desconocido. No verifica ni coteja el nombre, tampoco lo entiende, porque lee de cabeza. Uno puede anotarse como Marta Sahagún o Rabina Gran Tagora.

Ningún experto en seguridad ha podido garantizarme que el índice delictivo aumentaría si se suprimieran los libros. Pero los libros existen y se multiplican. Misterio total.

Estamos en el ámbito de una superstición que no necesita funcionar para ser creída. ¿Por qué existe algo así?

Prosigamos el análisis. A veces, la seguridad se refuerza de la siguiente manera: además de pasar por el libro hay que entregar una credencial. A cambio se recibe un gafete. En este caso, la diferencia criminológica esencial es que se puede matar a alguien portando gafete y volver a la recepción para canjear el gafete por la credencial depositada. Sólo si te arrestan mientras cometes un crimen dentro del edificio, la credencial en la recepción se vuelve delatora. De no ser así, carece de importancia.

En rigor, las credenciales no se piden para controlar sino para mostrar desconfianza. ¿Qué pasa si no llevas una contigo? Vivimos en un país original donde la licencia de manejo sirve para entrar en los edificios.

Hasta cierto punto, la entrega de un documento oficial implica un secuestro temporal de la identidad. El visitante sabe deja algo de sí mismo en la recepción. Pero esto no lo compromete a portarse de manera ejemplar. Al contrario: el momentáneo despojo de una seña identitaria puede provocar que alguien actúe como el desconocido que nunca se ha atrevido a ser.

Es obvio que las credenciales podrían aportar datos confiables si se fotocopiaran, pero eso da mucha lata. Además la luz se va a cada rato.

País de sincretismos, México mezcla la modernidad con tradiciones atávicas. Hay edificios corporativos con lectores de iris y huellas digitales que configuran archivos dignos una película de ciencia ficción. Sin embargo, el libro de tapas duras y rayas azules no desaparece. El otro día fui a un edificio que tenía cámaras de televisión en el vestíbulo, los pasillos, los elevadores y otros sitios que no advertí. Bajé por las escaleras: en cada descanso, un letrero recordaba que el sistema de circuito cerrado estaba activo. La recepción disponía de dos islas de seguridad: un mostrador con unas 10 pantallas y otro junto a la puerta de entrada, donde yo había escrito mi nombre. El edificio era vigilado día y noche por el ojo insomne de las cámaras. Pero no podía prescindir del libro.

¿Hay alguien que lea los nombres numerosos? ¿Cuánto tiempo se conservan? ¿Existe un Archivo General de los Libros de Seguridad? ¿Habrá alguien interesado en saber que el 20 de enero de 2006 Juan Hernández estuvo una hora y cuarto en el despacho 303?

El libro cumple un rito del que no hemos podido librarnos. Dificulta las cosas y así genera una fantasía de control. En nuestra peculiar concepción de la eficacia, consideramos que entorpecer es una manera frontal e incuestionable de intervenir, es decir, de atender.

Metáfora de nuestra seguridad, el libro no tiene sentido preventivo: sólo se revisa cuando algo ya pasó.

En forma perturbadora, las novelas de Kafka alteran la cadena de la justicia: ahí la condena antecede al delito. El protagonista amanece como culpable. La solución de su proceso no depende de probar su inocencia, sino de encontrar su delito. Algo parecido se puede decir de nuestras relaciones judiciales, que han encontrado una curiosa expresión de papelería.

El libro de seguridad tiene un rubro llamado "asunto". El 99 por ciento de las personas escribe ahí el mismo motivo: "personal". Una coartada para cualquier cosa. En cierta forma, nos declaramos culpables de antemano. Si se sospecha de nosotros, será terrible haber puesto nuestro nombre, será peor haber escrito el de otro, y más aún, haber alegado una motivación "personal".

Las hojas de la desconfianza te aguardan a la entrada de un edificio. Aún no se producen los hechos. Todo es cuestión de esperar. El libro no anticipa delitos: anticipa culpables.