El mundo en la sala
Jordi Soler
Las nuevas tecnologías llegan tan masivamente y tan de prisa, que no da tiempo de reflexionar sobre sus efectos y ya nos parece normal, por ejemplo, sentarnos una mañana frente al televisor a ver Viridiana de Buñuel, o El topo de Jodorowsky, o Fanny y Alexander de Ingmar Bergman, un lujo que hace muy pocos años era impensable, porque para ver estas películas había que esperar a que las programara la Cineteca y la experiencia de verlas estaba acotada y tenía sus condiciones. Había que meterse a tal hora a una sala específica de cine, y esto suponía a veces recorrer media ciudad y reconfigurar las actividades para poder hacerlo, nada que ver con el acto simple de meter un DVD y disfrutar de una película de John Ford sentado en tu sillón.
Aun cuando prefiero ver películas en el cine, no dejo de asombrarme cuando veo a Fassbinder o a Berlanga en casa. Lo mismo pasa con la música: en unos cuantos años hemos pasado del CD, que ya era un invento fantástico, al universo ilimitado de los iPod, esa máquina más pequeña que una cajetilla de cigarros donde caben más canciones que en los 16 metros cuadrados de gavetas que había en la estación de radio donde trabajaba hace 15 años.
Ver a Fellini en tu casa y cargar con el archivo de una estación de radio en la bolsa de la camisa, son conquistas tecnológicas que han venido a aligerarnos la vida; ya no hace falta una sala de cine, ni desplazarse hasta ella para ver a Godard, y almacenar cinco mil canciones no implica más espacio que el que ocupa un teléfono celular. Aunque a mí, igual que me pasa con la sala de cine, me sigue gustando mucho el contacto físico con la música que pongo, me gusta sacar el disco de su caja y meterlo al reproductor, y también me gusta mucho invertir en espacio, en un mueble donde se vea de golpe la música que tengo; sigo pensando que los espacios más acogedores, en los que mejor vivo y duermo, son aquellos que están llenos de libros y discos, esos donde Faulkner y Bob Dylan nos contemplan, y se dejan contemplar, y además están al alcance de la mano.
Pero el invento que más me gusta y me conmueve, y el que más aspecto de ficción tiene, es la transmisión de radio por internet, porque es un acto que nos transporta inmediatamente a otro lugar o, más bien: otro lugar, otra ciudad, se mete en nuestra casa. Y no es un acto que se parezca a mirar la televisión por cable, porque la radio es un medio mucho más espontáneo y vivo, que habla y transmite para un grupo humano específico, por ejemplo el de Londres, con sus gustos musicales y sus códigos de comunicación. De modo que, más que transmitir para nosotros, que no estamos en Londres, se nos permite asomarnos, espiar las cosas que dicen y la música que ponen.
Por otra parte, la radio por internet ha abierto el libre mercado de la radiodifusión y, con la salvedad de que las computadoras y el acceso a la red no son propiamente baratos, ha democratizado el medio, porque ahora el aficionado a oír radio no tiene que soportar las glorias radiofónicas de su país: puede elegir la estación de la ciudad o del país que más le guste.
Hace unos días regresé de una cena en la madrugada y antes de ir a la cama me puse a espiar lo que estaba transmitiendo xfm en Londres (www.xfm.co.uk), y una hora después me pareció que en esa estación y en esa ciudad están pasando por un gran momento musical, un momento de esos que no hay a veces ni todos los años. Oí a The Kooks, Belle and Sebastian, lo nuevo de Morrisey, Pink, Flaming Lips, Stereophonics, Arctic Monkeys, Hard-Fi, The Vines, Placebo, The Streets, The Strokes, Primal Scream, Franz Ferdinand y Los Raconteurs, todo puesto al aire y comentado con un gran instinto radiofónico, mientras yo estaba en mi sillón pensando que hace diez años esto no era más que ficción.
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