domingo, octubre 01, 2006

La contraparte

Publicado en El Guardián en septiembre 30, 2006.


JMB

Una de las ventajas del follón político que estamos viviendo por estos días es que, a partir del 1 de diciembre, tendremos por fuerza que ver un gobierno en acción. Es decir, que emprenda acciones reales, contundentes y que incidan de manera directa en el destino del país. Si Felipe de Jesús Calderón aspira a legitimarse como titular del Poder Ejecutivo, gran parte de su futuro está estrechamente vinculado al hecho de mostrar resultados desde el primer momento de su mandato.

En efecto, la actual crisis política debe tener –al menos—algún viso de beneficio. No encuentro otro más relevante que ese callejón sin salida al que las circunstancias orillarán a la administración que está por asumir: ser eficiente o desaparecer.

En los últimos años hemos visto una transformación de los gobiernos nacionales en organismos más preocupados en generar simpatías que en resolver problemas. Lo que importa no es la ciudadanía, sino ese dios menor que son las encuestas de popularidad. La naciente democracia mexicana, además de representar una experiencia inédita y altamente codiciada entre la población, también ha sido utilizada como pretexto para generar una especie de inmovilismo gubernamental. Bajo la fuerte sospecha de que si las administraciones públicas hacen algo pueden ocasionar la molestia de determinados sectores sociales, aún en prejuicio de la mayoría y el sentido común, la opción preferida ha sido la de mantener inamovible el orden de las cosas como si esto representase, en el largo plazo, la mejor estrategia para solucionar los conflictos.

Por supuesto, esa suspicacia y desconfianza hacia las autoridades no son nuevas y no son gratuitas. Provienen de años de rompimiento del vínculo entre gobernantes y gobernados, de elecciones previsibles y prescindibles, y de un sentimiento de resignación basado en la imposibilidad de ser protagonistas. De acuerdo. Pero eso ha sucedido ya hace varios años. A trancas y barrancas el país ha ido cambiando y no es el mismo que hace apenas una década.

Y es aquí donde radica una de las paradojas del México actual: la combinación de ese ideal demócrata con los fundamentos de la administración pública, es decir con la materialización de los intereses de la población y la resolución efectiva de problemas. Ambas no tienen por qué estar disociadas. Al contrario, son mutuamente dependientes. Una definición clásica del concepto administración pública nos ayuda a entender esta idea: “es la fuerza que arregla, corrige y mejora todo cuanto existe en la sociedad”. Cuando un gobierno olvida esta máxima, estamos en problemas.

Y lo estamos porque perdemos todos. El gobierno pierde autoridad y legitimidad. La población pierde la sensación de seguridad. Al respecto, una pregunta que, por cotidiana, no pierde vigencia, ¿cómo voy a creer en algo o en alguien que no da resultados?

Este fenómeno no es exclusivo de México. De hecho, forma parte de un amplio debate global. Un editorial del diario barcelonés La Vanguardia respecto a la casi inminente próxima candidata socialista al gobierno francés, Ségolène Royal, nos indica los alcances planetarios de esta preocupación. El espíritu pragmático de esta mujer, que ha sido hostil a las estructuras sindicales que apoyan a su partido, que defiende los derechos humanos y que pugna por abolir la jornada laboral de 35 horas, ha caído bien a muchos franceses “que están cansados de tanta institucionalidad, tantas formalidades, tantas palabras huecas que no se traducen en acciones de gobierno” (Lluís Foix, “La democracia de opinión”).

López Obrador ha señalado que Calderón prepara “varios quinazos” en los primeros días de su gobierno. Es probable. Sin embargo, la sobrevivencia política de la nueva administración va mucho más allá. De hecho, la necesidad de mostrar resultados no se limita al equipo que está por tomar posesión, sino que es extensiva a todos los ámbitos de la administración pública: el federal, el estatal y, por supuesto, el municipal. Si el candidato de la Coalición tomara posesión en San Lázaro, tendría el mismo imperativo.

Esta es una de las áreas de oportunidad del país (para usar el lenguaje gerencial de los últimos años) en la actual coyuntura política: frente a la urgente necesidad de legitimación, la obligación de formar gobiernos que gobiernen. Desde pavimentar una calle y programar con racionalidad el itinerario de recolección de la basura, hasta establecer políticas públicas que ayuden a amainar la pobreza y la inseguridad.

Si esto se logra estaremos dando uno de esos pasos adelante que el país requiere. Algo quizás más revolucionario que pretender hacer la revolución.