Navidad, Navidad, no existe Navidad
Cada vez que se acercaba el parón navideño en el bachillerato, Günther, primo de Orlando, cantaba este villancico remasterizado: Navidad, Navidad, no existe Navidad... Santa Clós, Santa Clós, no me trajo nada Santa Clós.
Alguna vez se me ocurrió rentar un coche de sonido --o perifoneo, como le llaman los exquisitos-- en la noche del 5 de enero para ir recorriendo las calles de mi pueblo con la consigna: Los Reyes son los padres, niños, los Reyes son los padres...
Bueno.
Como puede notarse en el ambiente, lo que campea es la flojera y el ocio. Estamos a dos días del banderazo de salida de las vacaciones invernales para el funcionariado público federal. ¿Sobre qué podemos hablar? Veamos.
Una cosa que siempre me ha gustado es enviar y recibir cartas. Me refiero a la correspondencia convencional. Es decir, aquella que escribes en una hoja, la metes en un sobre, la llevas a la oficina postal, le compras las respectivas estampillas y la depositas en el buzón esperando que algún día llegue a su destino. Y también aquella que esperas con esa cierta dosis excitante de incertidumbre y emoción por parte del cartero. ¿Cursi? Asaz cursi, en efecto. Pero interesante.
Algunos años intercambié cartas con varias personas. Pocas, claro. La mayoría con los críos que conocí en el Viaje Cultural 1987, el mismo en el que reunieron a los --supuestamente-- 620 niños más aplicados del sexto grado de primaria para ir a ver al Presidente en turno (Miguel de la Madrid). La Olimpiada del Conocimiento, como le dicen ahora otros exquisitos. Bueno, pues en aquella época no había ni internet, ni fax, ni correo electrónico, ni iPod, ni democracia, ni transparencia, ni se usaban palabras como tolerancia, derechos humanos y otras cosas exóticas que surgieron de un año después a la fecha (en 1988, con el FDN, el Ing. Cárdenas y demás).
Entonces, como lo usual para no perder el contacto entre las personas era o bien llamarse por teléfono o enviarse cartas, la mayoría optaba por la segunda opción ante el abatimiento de costos que representaba. De esta forma, varios intercambiamos nuestras direcciones para enviarnos de vez en vez alguna comunicación escrita.
Después de que el sueño terminó (julio de 1987) recibí en mi domicilio varios sobres con hojas escritas por algunas niñas poblanas aplicadas. Ahora no recuerdo el nombre de la mayoría --de hecho, ni de la minoría-- pero estoy cierto de que había de Izúcar de Matamoros, de Tehuacán, de Teziutlán. Sin embargo, la más especial fue, sin ninguna duda, mi amiga Marcela de Puebla. Con ella tuve comunicación vía cartas aproximadamente diez años. Claro, con sus consabidos parones, subidones y bajadas. Pero por mucho tiempo fue la única persona de la cual recibía algo por parte del cartero (entonces ni siquiera tenía cuenta bancaria para que me llegaran mis estados de cuenta).
Las primeras cartas eran súper naives. Claro, teníamos 11 años. Nos contábamos cosas simples como la escuela, los recuerdos del viaje a la Ciudad de México, nuestra estancia en el Colegio Militar de Popotla, nuestro paso por el Teatro de la Ciudad, Bellas Artes, las pirámides de Teotihuacán, Reino Aventura (así es, aún existía el hogar de Cornelio), Los Pinos, Templo Mayor, Palacio Nacional y otros sitios. También sobre nuestra nueva vida en la secundaria y nuestras familias.
El contacto siguió hasta el punto en que, gracias al correo, pudimos volver a vernos casi diez años después en Miguel Ángel de Quevedo. En una carta que recibí en el domicilio en el que pasé los años de la universidad (Santa Fe, no el mall, sino el pueblo de Vasco de Quiroga) supe que se había casado, que había tenido un hijo y que vivía en la ciudad. Por supuesto, hicimos todos los arreglos para el reencuentro y así, una mañana de agosto, volví a verla. Ella seguía igual: blanca, delgada. Yo con cabello largo y quemado del rostro después de haber ido a un partido en Ciudad Universitaria. Su hijo un verdadero portento de la calma y la belleza.
El punto es que después seguimos enviándonos cartas cada vez más esporádicas hasta que terminó todo. Si el viaje en el que nos conocimos está por cumplir 20 años, desde hace casi diez no he vuelto a tener comunicación con ella. En noviembre de 2005 volví a escribir a la casa de sus padres sin obtener respuesta. No tengo idea de dónde esté o qué haga. Sin embargo, lo curioso ha sido que, después de tanto tiempo, el azar me llevó a la puerta de su domicilio. Por increíble que parezca, el sitio donde vivió con sus padres hasta antes de casarse está ubicado justo enfrente de la casa de mi esposa. Vaya cosa azarosa.
En fin.
Toda esta perorata está motivada por una decisión que he tomado hace poco: este año enviaré tarjetas navideñas a mis colegas más cercanos. En parte porque --repito-- me gusta todo ese ritual de la correspondencia y el servicio postal, y en otra porque me dieron ganas de hacer tal gesto (mi mujer dice que nunca les doy nada y que soy muy seco).
El punto es que esto también ha dado para algunas conclusiones. Quizás la más importante es que no tengo sus direcciones. Es decir, sé dónde viven, cómo llegar y todo eso, pero no podría enviarles una carta o algo parecido a través del correo o de la mensajería con exactitud. El arribo contundente de nuevas formas de comunicación como el correo electrónico, los móviles y los mensajes cortos de texto han arrinconado a las cartas (digo, eso todo mundo lo sabe), pero también nos han coartado el saber en dónde vive la gente.
Además, si por alguna razón sé el número exterior y el piso en el que habitan, lo más seguro es que no tenga ni idea del código postal y, en casos más extremos, ni del nombre de la colonia. Por ejemplo, ayer dediqué como media hora en averiguar si la dirección de mi ex tutor de la maestría estaba en Condesa o en Hipódromo Condesa (los códigos son diferentes).
Tengo una lista de gente a la cual pienso enviar alguna postal, pero no tengo el dato correcto de sus domicilios. Esto es como un problema porque el factor sorpresa es importante. Ni modo. En algunos casos les he tenido que preguntar directamente. Mi muy estimado César, por ejemplo, me contestó que qué onda, que si lo iba a suscribir a Playboy. ¿Ven a lo que me refiero?
Otros problemas menores tienen que ver con la búsqueda de direcciones y códigos a través del portal del Servicio Postal Mexicano. Si introduces en el buscador, digamos, la calle Sonora, te desplegará un menú que incluye como 500 posibilidades. Ya no pensemos en nomenclaturas típicas como "Benito Juárez", "Emiliano Zapata" o "Francisco I. Madero". Con esos nombres podemos hallar más de 2 mil 438 posibilidades (al menos una calle y una colonia en cada municipio de este país). El segundo punto radica en lo que pensarán los colegas que reciben una postal. ¿Cursi, fuera de lugar, obsoleto? Varias posibilidades. Eliakim me ha dicho hace unos minutos la más clara: a mí mejor mándame un pomo.
Así las cosas, en un rato dirigiré mis pasos hacia el Palacio Postal de Eje Central para comprar las estampillas de las postales que ya están listas para enviarse. Una va para Marshfield, otra para Yauhquemehcan y otra para la Condesa. Variopinta la cosa, como puede notarse.
Ya veremos qué sucede con este asunto.
2 Comments:
Yo estuve en ese viaje, por el estado de México. Un gusto saber que los muchachos de este viaje sigue por ahi. Un amigo. LPM
Tambien comparti ese viaje, por parte del D.F. Aaaah! Son bonitos recuerdos porque uno es pequeño y ese tipo de anecdotas te ayudan a ir conociendo el mundo. Supongo que como datos curiosos son que me gustó muchísimo una chiquilla de nombre Nadia y aún la recuerdo aunque nada le dije de ello en esa ocasión, la belleza deslumbrante de una maestra que nos iba monitoreando, cuando se metio a la piscina haciendo que más de uno abriera la boca xD, y la moneda que aún conservo y a veces llevo a valuar sólo por curiosidad (sí, esa moneda que nos dieron y dijeron que era oro de la Nación, de valor similar a un centenario y cuyo valor varía de 100 a 10000 pesos según el sitio donde la lleves a valuar xD). Me ha resultado interesante tu documento, muchas gracias. JAEH.
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