Del lugar de origen
Creo que la operación ha dado buenos resultados. A excepción de una pequeña protuberancia en uno de los cuatro orificios que me hicieron en el abdomen, todo marcha bien. Claro, de repente tengo esa sensación de asfixia cuando comienzo a comer o de no poder ingerir más cuando aún resta la mitad del contenido del plato. Minucias. Ahora puedo tomar café y comer cosas picantes sin tantos remordimientos. Pienso que es lo justo: después de que te han removido las entrañas debe haber algún tipo de beneficio para aquel que lo padeció.
El fin de semana estuvimos en el pueblo. Frío, nublado y lluvioso. Como siempre ha sido. Ahora un poco más sucio que de costumbre por toda la basura electoral que inunda sus calles, sus esquinas, sus áreas comunes. Rostros de tipos que quieren gobernar ofreciéndonos cualquier clase de promesas vacías. Logotipos y colores partidistas en solitario o en alianzas inverosímiles. Viejos conocidos de nosotros porque los hemos visto una y otra vez seguir en el juego de la política municipal. La elección se acerca y, pienso, los resultados no arrojarán absolutamente nada nuevo. Creo que es mejor así.
Como cada mes visité la tumba de mis padres. Me agrada ir los domingos por la mañana, o bien, los sábados por la tarde. Difícilmente encuentras a alguien y eso permite experimentar a tope la paz del cementerio. Nada de niños corriendo y jugando con las cruces, ni tampoco miradas curiosas de los demás. Imagino lo que se debe vivir en ese lugar los días 1 y 2 de noviembre. Un catálogo de lugares comunes de toda esa gente que, durante un largo año no recuerda a sus seres queridos, pero que en un solo día intentan hacer todo al mismo tiempo, es decir limpiar el sepulcro, llevar flores (carísimas en esas fechas), cambiar las cruces, cortar el césped, rezar y platicar con los que se han ido. Algunos hasta llevan música y comen alrededor de la tumba. Yo prefiero ir 12 veces al año sin que haya nadie alrededor.
Cuando estoy en el pueblo encuentro a mucha gente conocida. Antiguos compañeros de clase, sobre todo. La mayoría con vidas y rumbos totalmente diferentes a como los conocí entre 1981 y 1993. Imagino que la curiosidad es mutua. ¿Qué hará ahora?, nos preguntamos en silencio. Regularmente todo se limita a un saludo breve y a una promesa –casi siempre incumplida—de buscarnos después.
Otra visita obligada es al mercado municipal para abastecernos de tomates y chiles verdes para preparar la salsa que acompaña a los multifamosos antojitos de la zona. También para comprar un poco de carne del local del padre de un ex compañero de escuela. La última parada obligada es para adquirir una buena cantidad de tortillas magistralmente blancas y suaves (las que venden en la Ciudad de México siempre me han parecido bastante inferiores). Antes de partir viene la espera en la horripilante estación de autobuses, rodeado de padres y amigos de toda esa multitud de chavales que, como yo lo hiciera alguna vez, viajan cada semana a las ciudades cercanas a cursar la educación superior. Los familiares los despiden como si estuvieran embarcándose a Irak y los chicos reflejan en sus rostros esa sensación de libertad que les da alejarse de sus casas durante cinco días.
A veces me pregunto qué haría en este momento si continuase viviendo allá. No lo sé. A lo mejor tendría un negocio propio, o daría clases en la universidad local o trabajaría para el Ayuntamiento (en un escenario bastante optimista). Repito, no lo sé. Aunque una cosa sí está más o menos clara: allá es muy difícil pasar desapercibido en lo que digas, hagas o dejes de hacer. A pesar de que no digas, hagas o dejes de hacer algo medianamente interesante.
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