viernes, enero 25, 2008

Mi último suspiro

Anoche, en la Universidad, mi colega Said me devolvió mi viejo libro de las memorias de Luis Buñuel, Mi último suspiro (Plaza & Janés, 1982), el cual le había prestado cuando ambos éramos estudiantes. Mientras aplicaba el extraordinario a tres jóvenes me puse a leer algunos fragmentos y redescubrí por qué me había gustado tanto desde la primera vez.

 

“Estrenada bastante lamentablemente en México, la película (Los Olvidados) permaneció cuatro días en cartel y suscitó en el acto violentas reacciones. Uno de los grandes problemas de México, hoy como ayer, es un nacionalismo llevado hasta el extremo que delata un profundo complejo de inferioridad. Sindicatos y asociaciones diversas pidieron inmediatamente mi expulsión. La Prensa atacaba a la película. Los raros espectadores salían de la sala como de un entierro” (p. 195).Tras el éxito europeo, me vi absuelto del lado mexicano. Cesaron los insultos, y la película se reestrenó en una buena sala de México, donde permaneció dos meses” (p. 197).

“Un refugiado chileno ha dado de México una definición graciosa: ‘es un país fascista atenuado por la corrupción’. Algo hay de verdad, sin duda. El país parece fascista por la omnipotencia del presidente. Cierto que no es reelegible bajo ningún pretexto, lo que le impide convertirse en un tirano, pero durante los seis años de su mandato hace exactamente lo que quiere” (p. 206).

“A este exceso de poder –llamémoslo ‘dictadura democrática’—se añade la corrupción. Se ha dicho que la mordida es la clave de toda la vida mexicana. Existe a todos los niveles (y no sólo en México). Todos los mexicanos lo reconocen, y todos los mexicanos son víctimas y beneficiarios de la corrupción. Lástima. Sin eso, la Constitución mexicana, una de las mejores del mundo, podría permitir una democracia ejemplar en América Latina” (p. 207).

“Hasta los setenta y cinco no he detestado la vejez. Incluso encontraba en ella una cierta satisfacción, una calma nueva y apreciaba como una liberación la desaparición del deseo sexual y de todos los demás deseos. No ambiciono nada, ni una casa a orillas del mar, ni un ‘Rolls-Royce’, ni, sobre todo, objetos de arte. Me digo, renegando de los gritos de mi juventud: ‘¡Abajo el amor desenfrenado! ¡Viva la amistad!” (p. 247).

“Desde hace varios años, cada vez que abandono un lugar que conozco bien, donde he vivido y trabajado, que ha formado parte de mí mismo, como París, Madrid, Toledo, El Paular, San José Purúa, me detengo un instante para decir adiós a este lugar. Me dirijo a él, digo, por ejemplo: ‘adiós, San José. Aquí conocí momentos felices. Sin ti, mi vida hubiera sido diferente. Ahora, me voy, no te volveré a ver, tú continuarás sin mí, te digo adiós’. Digo adiós a todo, a las montañas, a la fuente, a los árboles y a las ranas. Claro está que a veces regreso a un lugar del que ya me he despedido. Pero no importa. Al marcharme, le saludo por segunda vez” (p. 249).

“Una cosa lamento: no saber lo que va a pasar. Abandonar el mundo en pleno movimiento, como en medio de un folletín. Yo creo que esta curiosidad por lo que suceda después de la muerte no existía antaño, o existía menos, en un mundo que no cambiaba apenas. Una confesión: pese a mi odio a la información, me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba” (p. 251).

 

Mi último suspiro es un libro que todos deberíamos leer alguna vez en esta vida.