La guerra, por otros medios
Mauricio Merino
Max Weber sabía que, para ganar trascendencia, la política debía tener causas y no sólo deseos de poder. Sin embargo, desde que hay memoria histórica, la dominación de unos sobre otros ha sido la esencia de la acción política. Una condición que ha significado, al mismo tiempo, su mayor desafío, pues cada vez que la dominación a secas se impone sobre los propósitos compartidos, la política se vuelve guerra. Pero no cualquier guerra, sino la más feroz de todas: la que quiere acabar con el contrario, simplemente porque lo es.
En busca del rasgo distintivo de la acción política, Carl Schmitt encontró que la relación amigo-enemigo era la única que podía observarse con nitidez y en cualquier circunstancia. Para tener sentido, la política ha de identificar quiénes son los aliados y quiénes los adversarios, aun a sabiendas de que unos y otros pueden cambiar de bando en cualquier momento.
Pueden ser incluso aliados hostiles o enemigos a modo, inventados para ganar batallas de conveniencia. Pero quien incursiona en los territorios de la política ha de saber que ninguno de esos roles es permanente: el amigo de ayer puede convertirse en el antagonista más peligroso mañana, y el adversario volverse un aliado indispensable para la siguiente contienda. De ahí que la política resulte tan engañosa: nada en ella permanece del todo y, sin embargo, la hostilidad entre los contrarios es totalmente cierta.
Por esa razón, la política tiende a simplificar situaciones complejas, pues al final del día todo se reduce a evaluar quiénes están de un lado y quiénes de otro. No obstante, la acción política también suele complicar hasta la desesperación lo que, a los ojos de cualquier otra mirada, parecería simple. Por ejemplo, Obama y Clinton son enemigos en la contienda que están librando por la candidatura de su partido, y nadie debería tener ninguna duda de que realmente utilizarán todos los medios posibles para derrotar al contrario.
Y lo mismo sucede con Alejandro Encinas y Jesús Ortega, quienes encabezan las preferencias visibles para ocupar la presidencia del PRD: aunque ambos pertenezcan al mismo partido, en este momento son adversarios hostiles y buscarán descalificarse y hacer todo lo que esté en sus manos para ocupar el puesto para el que están compitiendo. Más tarde, lo más probable es que vuelvan a ser aliados, pues la relación amigo-enemigo habrá concluido con la victoria de alguno de ellos y los campos de batalla se habrán modificado otra vez.
Alguien inadvertido podría preguntar: ¿cómo es que siendo aliados se agreden y se hostilizan de esta manera? Y luego volverá a preguntar: ¿cómo es que, luego de haberse agredido tanto, ahora aparecen una vez más como aliados? Parece cosa de locos.
Y hay un punto, en efecto, en el que esa dinámica de la acción política se convierte definitivamente en cosa de locos. La obsesión y la paranoia pueden ir de la mano, como advirtió hace tiempo Elías Canetti, para convertir la vocación de poder en una enfermedad grave. Ambos padecimientos se enlazan: quien ha tenido el poder quiere volver a tenerlo e incluso aumentarlo. Se obsesiona con la idea de ser la única persona que merece dominar a los otros, y cae en la paranoia: todos los demás quieren evitar que su poder permanezca y siente que lo amenazan, y quieren hacerle daño.
Para el enfermo de paranoia política, la relación amigo-enemigo pierde sentido, pues en la práctica todos son enemigos reales o potenciales. Todos están en su contra o pueden estarlo, si se descuida un minuto. Y nadie que no esté a la vista y se rinda a su voluntad merece un ápice de confianza. Es la tragedia de Macbeth, repetida por todas partes: la ambición de poder convertida en la única causa digna de ser perseguida. Tampoco es casual que John Rawls haya cambiado el nombre original de sus cursos de ética pública por el de sicología moral.
Por eso es indispensable que la política tenga causas, como proponía Weber. Es la única forma de reconocer a quienes se han vuelto locos y, enfermos de paranoia y obsesión de poder, acaban desconociendo las causas que habían invocado y confundiendo a sus antiguos aliados con enemigos eternos. También es un método para defenderse del daño que van provocando, pues sus batallas pierden sentido: ya no buscan la defensa de una bandera ni mucho menos la convivencia armoniosa entre todos, sino destruir a sus enemigos. Ninguna otra cosa vale la pena. Pero no se trata de una venganza sino de una forma de vida. La venganza tiene un destinatario, una persona o un grupo que debe pagar por lo que alguna vez hizo, mientras que la paranoia es una variante del miedo: todos son enemigos, excepto los sometidos, y todos deben caer.
Cuando la política abandona las causas, se vuelve la guerra de todos contra todos. Hobbes entendió la necesidad del Estado para conjurar ese riesgo y Maquiavelo supo, por su propia acción práctica, que lo único que no merecía justificación en la vida política era la destrucción de la convivencia y del bienestar de los gobernados.
Mucho más tarde, nació la idea del estado de derecho y la democracia moderna, precisamente para tratar de impedir que la ambición de poder de uno o de unos cuantos convirtiera la política en una patología sin remedio: en un territorio inaccesible y hostil, donde los enfermos se persiguen unos a otros, después de haber olvidado por qué lo hacían.
Todo esto viene a cuento porque la política en México se está perdiendo de causas y se está llenando de justificaciones abstrusas, entre paranoias y enemigos que se odian cada vez más. Nuestra única defensa es y será reclamar que nos digan las causas que están persiguiendo y exigir coherencia en la selección de las batallas, las armas y los enemigos. Hay que negarse a aceptar la guerra en la que nos estamos metiendo, sin propósito ni destino, y preguntar al menos hacia dónde nos quieren llevar y con qué medios. Si la mejor prenda del régimen democrático consiste en que los poderosos deben rendir cuentas de lo que hacen y buscan, hay que usar esa prenda. Aunque nos tilden de ser enemigos.
Profesor investigador del CIDE
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