miércoles, julio 02, 2008

Dos países distintos

Mauricio Merino

Hace poco tuve la suerte de trabajar en dos países muy diferentes: Perú y Estados Unidos. No resisto la tentación de contarlo, porque viví allí, varias semanas como buen provinciano, todos los días pensaba en mi tierra.

Perú se parece muchísimo a México. Tras una transición democrática accidentada, han decidido volver a empezar. Como el pasado inmediato no les aporta mucho más que recuerdos de corrupción y violencia, han preferido inventarse otro futuro (a diferencia de lo que sugería Carlos Fuentes: “Recordar el futuro, imaginar el pasado“). Como en México, piensan que un puñado de nuevas instituciones pueden transformar todo.

Uno de los profesores con los que trabajé me explicó: “Después del gobierno de Fujimori, el Estado peruano se desfondó. Estamos obligados a construirlo otra vez y no queremos cometer los mismos errores”. En cambio, han preferido inventar un federalismo, un nuevo sistema fiscal y un nuevo régimen burocrático. Pero todo atado a los temores de siempre.

El problema más importante que afrontan es, sin embargo, idéntico al mexicano: la gente no confía en sus políticos (y lo dice) y los políticos no confían en la gente. De modo que las reglas se cumplen poco, el Estado opera a medias, la economía informal es enorme y cada quien se defiende solo. En contrapartida, la vida en las calles de Lima es tan caótica como divertida. Pero a diferencia de la nuestra, en su capital todavía se puede caminar sin demasiados temores.

En Estados Unidos, en cambio, las calles son un reflejo del orden que priva entre el gobierno y la mayoría de los ciudadanos. En San Diego, la infraestructura vial es impresionante. Pero no serviría de nada si no fuera por el respeto que casi toda la gente tiene por las reglas de tránsito (que son la primera prueba del respeto hacia los demás). Casi nadie desafía las señales o los límites de velocidad, ni se estaciona donde no debe, ni arroja el coche sobre los transeúntes. Y en general, los espacios públicos son asumidos como cosa de todos. Lo que vio Tocqueville hace poco más de 150 años sigue siendo verdad.

Ya no quieren al presidente Bush, pero la presencia del Estado se siente a cada paso. Es una sociedad burocrática, rígida: para todo hay papeleos y formatos, pero también hay datos útiles para la vida diaria. Quien tiene acceso a internet, puede saber casi todo. Sin embargo, hay que seguir las reglas puntual y obsesivamente. Quizá por eso, en la universidad en la que estuve se bromeaba diciendo: “Si de veras quieres vivir en el mundo libre, cruza a Tijuana”.
En ese país, las reglas importan mucho porque se cumplen. No son asunto de los políticos, sino parte de la vida cotidiana. Y aunque también hay corrupción, la sociedad civil es tan fuerte como la confianza de la gran mayoría en sus instituciones.

De ahí que, a diferencia nuestra (y de Perú), no estén inventando el país sino discutiendo los grandes problemas del día (como la recesión económica o los precios de la energía), con tanto interés como el que les despierta el bache de la calle del barrio o los gritos de los vecinos. Pueden hacer eso, porque han resuelto el problema de las reglas fundamentales de convivencia y se dan el lujo de moverse en los márgenes.

Por eso entendí mucho más a México estando en Perú que en Estados Unidos. Nos guste o no, estamos mucho más cerca de esa otra parte de América, inventando igual que todos ellos nuestro futuro, para dejar de ser como somos. Como si quisiéramos volver a nacer.