martes, diciembre 23, 2008

Intervalo

Ya la gente corre presurosa a esos nuevos belenes tecnologizados llamados malls (o centros comerciales) a comprar las versiones recientes del incienso, el oro y la mirra que ofrecerán a sus vástagos, familiares y amigos...

También, esa misma gente se desvive tratando de encontrar el último guajolote, la más barata castaña y el alcohol necesario para el atascón de mañana en la noche.

Mientras tanto, un breve respiro para otros temas más culturosos y, por ende, necesarios en la recapitulación de 2008.

Adelante.




Con tanto festejo, como nunca le hicieron a Alfonso Reyes, Mariano Azuela, José Vasconcelos, Salvador Novo, Martín Luis Guzmán, Carlos Pellicer, José Revueltas, Rubén Bonifaz Nuño, Juan Rulfo, Juan José Arreola, es imposible no pensar en Carlos Fuentes, en su éxito abrumador y desconcertante para un mexicano, en su fantástico cosmopolitismo, en su elegancia abrumadora. Lo recordé cuando a mis poco más de quince años de edad, leí La región más transparente y me deslumbró. Fui hasta la librería (El caballito) donde firmaría ejemplares de su novela. Allí hizo a un lado a personas mayores y permitió que yo fuera uno de los primeros en recibir su autógrafo con tinta azul. Salí emocionado y he conservado el ejemplar con sumo cuidado. Fuentes se hizo notar con Los días enmascarados, un libro de cuentos que Juan José Arreola revisó.

Más adelante supe de unas declaraciones suyas que me dejaron impresionado: se iría de México para encontrar las críticas indispensables para saber qué clase de obra estaba haciendo. Imaginé, sin conocer el mundo intelectual mexicano, que era una exageración. Pero no, así es: no tenemos una crítica seria que nos deje saber el valor, los méritos, los defectos, de una novela o un libro de poemas. Nos han dicho que Emmanuel Carballo, uno de sus amigos cercanos, el que escribía en aquellos años que leía a Fuentes de pie y no sentado, parafraseando a Vasconcelos, es el mejor crítico que el país posee. Nada más inexacto. Es un excelente entrevistador, esto lo pone del lado del buen periodismo cultural, el que por añadidura trabajó cuando los grandes de nuestras letras vivían. Es probable que su mejor trabajo sea una nota aguda sobre los plagios de Octavio Paz, sus muchas deudas con Samuel Ramos (El perfil del hombre y la cultura en México, primer gran intento de filosofar sobre lo mexicano) y con Rubén Salazar Mallén en diversos ensayos que le dedicó al machismo y desde luego a Sor Juana Inés de la Cruz). Con él me presentó el historiador amigo de mi padre y maestro mío, Ernesto de la Torre Villar en un acto de generosidad, para abrirme camino. Emmanuel y yo pronto aprendimos a vernos a distancia y con recelos. Hoy Fuentes recibe comentarios por toneladas sobre su obra, mesas redondas, conferencias magistrales y exposiciones analíticas. Sus panegiristas son cientos y se limitan a un puñado de lugares comunes del elogio sin piedad. Experto en asuntos mexicanos, desde Londres, París y Nueva York, pontifica sobre el país que apenas conoce. Ahora, gracias a un diálogo con el inefable e infaltable Monsiváis, sabemos cuáles son sus películas favoritas. Le dieron una comida en el Castillo de Chapultepec para coronarlo el nuevo emperador de las letras latinoamericanas. Es un fastidio, como si fuera el único. Los demás seguimos soñando con irnos de México a buscar un puñado de comentarios que permitan saber qué hemos hecho. Para algún día quizá regresar con un costal de críticas literarias adquiridas en el extranjero y probar que sólo así es posible ser profeta en su tierra. La única que estuvo a la altura de las circunstancias, fue la señora Josefina Vázquez Mota, antes autora de libros de superación personal, hoy secretaria de Educación Pública, al felicitar públicamente al autor de “La ciudad más transparente” diciéndole: “Querido Octavio Paz, en este tu cumpleaños…” Fuentes, gracias a sus excesos de cosmopolitismo, sonrió de modo casi natural.

El éxito de Fuentes fue rápido y notable, despertó envidias y oleadas de admiración. Jesús Arellano, un escritor de filoso humorismo lo acusó de plagio y hasta dio pistas tanto en La región más transparente como en Aura; en el primero la presencia del Manhattan Transfer de John Dos Passos era evidente, en el segundo, la de Henry James con Los papeles de Aspern. Arellano dio precisiones en un trabajo ciertamente ocioso que más adelante retomaría Enrique Krause. A Octavio Paz lo acusaron repetidas veces de plagio, entre otros, Rubén Salazar Mallén y no de otros autores sino de su propio trabajo sobre Sor Juana Inés de la Cruz. Paz, desdeñoso, dijo: Los lobos se alimentan de corderos. Nada ocurrió, nada salvo que le concedieron el Premio Nóbel de Literatura. Fuentes supo de las acusaciones, pues las páginas de la denuncia recorrieron el mundillo intelectual capitalino, pequeño entonces. Tiempo después, al fin Carlos reconocería no el plagio, sí las influencias. En sus primeras fastuosas intervenciones de autor exitoso precisó en Bellas Artes (ciclo Los narradores ante el público): Que ya tenía alas propias para volar. Desde entonces ha desdeñado a sus críticos y se ha hecho amigo de todo aquél que pareciera tener talento. A diferencia de Paz, Fuentes se negó a ser caudillo cultural. Aceptó el reinado de Octavio, pero pronto, a pesar de la influencia de El laberinto de la soledad y de la admiración por Piedra de sol, rompieron abruptamente luego de la publicación de un texto perverso, ameno, interesante y de dos o tres bandas: Enrique Krauze escribió El guerrillero dandy. Se acabó la amistad. El novelista se limitó a decir que una “cucaracha” había dado al traste con esa espléndida relación.

En su libro autobiográfico, En esto creo, Fuentes nada dice acerca de sus relaciones con el poder, que las tiene, tampoco acerca de sus enemistades peligrosas, se concreta a hacer alarde de sus muchas lecturas, de los grandes personajes que le aplacan o inquietan el espíritu. Es, parecida a las de Collingwood y Bobbio, autobiografías intelectuales, pero sin el toque de tragedia que estas dos tienen. Fuentes respira aires de frivolidad pura. Evidentemente desdeñó el trono vacante por la muerte de Paz, el hombre que requería súbditos, no amigos, esclavas y no esposas y cuyo funeral fue semejante al de un jefe de Estado, en un entierro que negaba toda su biografía anterior, donde insistió en que el poeta debe estar lejos del príncipe y del aplauso fácil de las masas, en donde el ogro filantrópico era odioso. Hoy en México, los intelectuales que gobiernan políticamente a la poco mundana y excesivamente antidemocrática “república de las letras” son Monsiváis, Aguilar Camín y Poniatowska, pertenecen a la estirpe de los intelectuales orgánicos, los que con habilidad ponen su talento al servicio del poder y reciben méritos exagerados: están sobrevaluados. A cambio, Fuentes ha ganado todos los premios y reconocimientos con su sólo talento y su exilio europeo. Podríamos decir so pena de ser cursis que gobierna espíritus y no personas, que lo respetan o fingen respetarlo políticos de todos los partidos, salvo el idiota de Carlos Abascal, quien prohibió que su familia leyera Aura por “pecaminosa”.

Fuentes poco viene a México y cuando lo hace es por una razón poderosa: la publicidad. Sobre su vida privada personal hay poco dicho por él mismo. Ha preferido cultivar esmeradamente su parte pública y ello tal vez le haya sido duro; pienso en sus hijos o en la primera esposa. Con frecuencia da la impresión de ser insensible o ajeno a las penas familiares. La fama ante todo. Es una leyenda. En París se habla de él, en Viena igual, para qué citar Nueva York, Londres o Buenos Aires, no existe país donde no haya libros suyos. No tan célebre como sus paisanos Diego Rivera y Frida Kahlo, su obra es referencia mexicana o casi, porque un profesor norteamericano decía con ironía que Fuentes era el primer autor chicano. O alguien que piensa mexicano en inglés. Su elegancia y distinción son ya proverbiales en un mundo que se globaliza en puras fachas, en ropa no casual sino en harapos como los que han hecho célebre a su tocayo Monsiváis. En una nota aparecida en el DF, el reportero lo describía luego de muchas entrevistas con escritores: “Sólo bebe vino blanco y champaña. Le gusta comer en restaurantes donde el trato es cálido y, por ello, en Londres, su lugar preferido es el conocido como La familia...” En síntesis, no hubo más que reconocimientos y ninguna voz discordante, pese a que las hay, bien las conozco. Muerto Ricardo Garibay, persisten otros criterios negativos. Alguien me dijo --creo que fui yo mismo--, que Fuentes era rey de Liliput.

No estoy en desacuerdo con el desaforado homenaje a Fuentes, lo que me gustaría es que otros más también lo recibieran. Paz volvería a morir si contemplara el mes, algo que él jamás recibió y eso que tuvo todo, absolutamente todo.

La única vez que comí con Carlos Fuentes, lo he narrado en mi libro autobiográfico Nuevas Recordanzas, fue a través de una cita concertada por Raúl Cremoux. En cuanto nos saludamos me dijo algo que yo sabía: que una investigadora norteamericana, Norma Klahn, había escrito un libro sobre la estructura de la novela corta; los ejemplos utilizados eran nada menos que Aura y una mía, Tantadel. Como pasamos velozmente a otros temas, no pude decirle que había conocido a una jovencita de unos quince o dieciséis años cuyos padres la habían registrado con esos nombres literarios: Aura Tantadel. Me la tope durante una conferencia que dicté en la Preparatoria número 1 de la UNAM. Me pidió la firma en mi novela y dijo con voz serena que eran dos libros que habían amado sus padres. De acuerdo, le dije, sólo te falta que Carlos Fuentes firme tu ejemplar de Aura. ¿Lo habrá conseguido en este maremagnum que han sido treinta días de reconocimientos hasta de lo que no hizo pero pudo hacer?

Carlos Fuentes es el tema mexicano inagotable. El único capaz de reunir a los partidos en pugna. Lo aman los del PRI, los del PAN y los del PRD, bueno, lo adoran hasta los partidos pequeños, los que la gente califica con merecido desdén como morralla. Ha cruzado pantanos y no se ha manchado. No olvidemos que fue embajador de Luis Echeverría en Francia, que se desgañitó señalando, junto con Fernando Benítez (otro de historial oscuro, baste con recordar su larga entrevista laudatoria a Carlos Hank González, fundador de una estirpe de pillos y que terminara en el servicio diplomático de un sistema que fingió desdeñar) que no había alternativa nacional: o era Echeverría o era el fascismo. Renuncia al cargo cuando Díaz Ordaz fue nombrado representante de México en España y así retorna a la heroicidad, a la lucha contestataria, a la trinchera más o menos crítica, a los tiempos en que fue el intelectual que en 1968 visitó a los muchachos rebeldes en París. Felicidades por sus ochenta años. No puedo quedarme atrás, desentonaría en los homenajes que a diario se suceden y que hubiera provocado las envidias de Reyes, Vasconcelos, Martín Luis…