Vacaciones
Bueno, propiamente hoy es el primer día del asueto laboral, sin contar que el viernes fue el día de la Virgen de Guadalupe.
Se supone que a partir de este momento todo es paz y tranquilidad, pero para mí también trae otro tipo de pendientes, por ejemplo, ¿qué voy a hacer para que después no me esté reprochando en mi interior el no haber aprovechado bien las vacaciones? En fin. Aplico bien ese adagio mexicano de que si no hace, mal, y si hace, peor...
Hace unos días apunté aquí que estaba leyendo un libro que se llama Giros negros (Cal y Arena, 2008) y que es del mexicano Enrique Serna. Bueno, pues ya lo acabé. Son pequeños escritos, algunos en forma de crónica, los más como reflexiones al vuelo (pero documentadas), que fueron publicados en algún medio hace algunos años. Los temas son variados y en algunos casos de la sola incumbencia del autor.
Sin embargo, hay varias partes que me parecieron rescatables. Veamos.
Una regla no escrita ha regido el funcionamiento de los giros negros: todo está permitido a los clientes, menos volver a casa con un centavo en la cartera.
La fórmula de vender simulacros de cópulas de chicas al desnudo ha resultado una mina de oro, porque el noctámbulo chilango, pretencioso y masoquista a la vez, tiene una extraña propensión a frecuentar los antros donde peor lo tratan.
En los modernos desplumaderos, el preámbulo erótico ha sido reemplazado por una versión posmoderna del suplicio de Tántalo, pues que yo sepa, el frotamiento de una mujer desnuda y un hombre vestido no deja contento a nadie, salvo a los dueños de las tintorerías.
La cruda es una escuela de humildad, pues deja a sus víctimas en tal estado de indefension, que no pueden ni alzarle la voz a una mosca.
La ebriedad no tiene atractivo en sí misma: es un mero trámite para llegar al deleitoso terror de la cruda.
En respuesta a las campañas antialcohólicas, los bebedores hemos desarrollado una instintiva aversión por los abstemios, fundada en la creencia de que sólo rehuye los tragos quien tiene mucho que ocultar.
Para los clientes asiduos a las cantinas, las fuerzas del bien y del mal están claramente separadas: de un lado los bohemios con corazón de oro, transparentes como un libro abierto; del otro los abstemios neurotizados por el exceso de autocontrol, que al reventar como una olla exprés apuñalan por la espalda a su mejor amigo.
Sin duda, el alcohol es el antídoto más eficaz contra la innoble virtud social de guardar secretos.
Cada borrachera nos muestra los extremos de alegría y de ofuscación que podríamos alcanzar si no padeciéramos ninguna restricción sicológica y ninguna coerción social, es decir si fuéramos los tiranos de un mundo resignado a querernos y tolerarnos. Esa ilusión es tan halagüeña que necesitamos aferrarnos a ella por encima de cualquier desengaño, como el obstinado rey de José Alfredo, que a pesar de haber perdido el trono y la reina, reafirma contra toda evidencia su poder absoluto.
El problema es que muchas feministas de talante viril no advierten ni siquiera su fascinación por los gestos autoritarios de la cultura machista. Para ello necesitarían dos cosas que ningún fanático puede tener: autocrítica y sentido del humor.
La subversión más eficaz es la que no se propone demoler una institución, sino adaptarla a los tiempos modernos.
Entre nosotros, es disimulo es un hábito aprendido desde la cuna y por lo tanto, ningún discriminador se asume como tal en público: sólo algunos jóvenes criollos engreídos por su dinero cometen esa infracción a las reglas de urbanidad. Por eso no tenemos grupos abiertamente racistas como el Kukuxklan o el Frente Nacional de Le Pen: sólo discriminadores embozados, con buenos modales y fobias discretas, que desfogan en privado su odio visceral contra la naquiza o la indiada.
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