García Márquez y yo
Crónica de un sacramento
Empecé a ayudar la misa sin demasiada credulidad, pero con un rigor que tal vez me lo abonen como un ingrediente esencial de la fe.
Vivir para contarla: Gabriel García Márquez
Cuando mi amiga Magdalena me habló para invitarme al bautizo de su nieto, el primero, querido René, es un ángel, un primor, estoy vuelta loca, qué belleza, no puedo describírtelo, sólo imagínate a un querubín de Rubens (y yo lo pensé con sólo cabeza y alitas), es un amor, pensé en cortésmente mandarla a la chingada: mi edad se ha poblado de mujeres que fueron maravillosas, fuego y audacia, y ahora son dulces abuelitas, que trocaron sus pecados favoritos, la vanidad y el sexo, por la cursilería y la exageración. Pero añadió: Gabo será su padrino. Claro, Gabo es Gabriel García Márquez para sus cuates y yo, por desgracia, no lo soy, así que mudé de opinión, era una oportunidad para conseguir su autógrafo en la primera edición conmemorativa de los cuarenta años de Cien años de soledad.
Claro, Magdalena, cuenta conmigo. Y felicidades, tendrás por compadre a un santón de las letras universales, el nuevo Cervantes, dicen los expertos que además lo admiran. Alguna o muchas ventajas tendrá. Pensé: cuando vea a José Agustín le preguntaré, pues si mal no recuerdo también fue padrino de alguno de sus hijos.
Llegué a la iglesia muy puntual, era obvio, la gente comenzaba a llegar. Los invitados eran todos de la mejor sociedad de Tampico, ciudad de mi amiga. Habían llegado hasta la capital para no perderse el formidable evento social y religioso. La gente iba elegante, distinguida, personas de mediana fortuna, pues luego habría comida en el Polifórum Siqueiros.
A las doce y diez minutos llegó García Márquez con su esposa, o eso imaginé por las fotos que de ella he visto, y por el vestido verde perico que denotaba orígenes tropicales, en tanto que el premio Nóbel iba enfundado en un traje gris que había visto pasar épocas de esplendor y una corbata a rayas. Pudo haber ido con la extraña guayabera colombiana con la que recibió el más alto reconocimiento (liquiliqui) que un escritor puede conseguir y por la que los reyes noruegos preguntaron desconcertados. Desde que llegó y entró con aplomo, quedándose en el dintel, llevaba en brazos al bebé pintado por Rubens y concebido sin el pecado de la carne por la hija de Magdalena. Entre ropones de lana, pañales, una gorra (el niño es tamaulipeco y el DF le resultaba frío), unos siete u ocho meses, se antojaba más salido de los pinceles de Botero. Pobre Gabo, pensé al verlo sudar.
García Márquez con el niño en brazos y la esposa a su lado, encaminó sus titubeantes pasos hacia el pequeño altar donde estaba una pila de agua bendita, pero velozmente se anticipó una silueta con sotana blanca y antes de que García Márquez siguiera avanzando, gritó: ¡Bebé, bebé, ya viste en manos de quién estás, Dios te ha bendecido, estás en los brazos del mejor escritor del mundo, incluso mejor que Borges, Carpentier y Capote! Así (bajando la voz ya muy impostada) como hemos leído a Cervantes y Shakespeare más de quinientos años, García Márquez será leído eternamente. Él escribió para la gloria del señor y ahora tú estás en brazos del elegido. ¡Dios te ama y te dio el mejor de los regalos posibles, angelito de amor, nadie podría tener mejor padrino que tú, claro, a menos que este insigne y glorioso narrador de nuevo lleve a la pila bautismal a otro elegido celestial, criatura encantadora! El Señor dijo en Levítico: Los niños caminarán guiados por el poeta… Para fortuna del cura, en esa sala nadie había leído la Biblia.
Así siguió el clérigo otros minutos, mostrando su formación de crítico literario en el Seminario del Verbo Sangrante, donde Christopher Domínguez imparte la materia La crítica literaria soy yo II. García Márquez comenzaba a sentir que el niño, el enviado de Dios, era bastante terrenal y que además pesaba unos siete kilos. Como pudo reacomodó en sus brazos al angelito. Le faltaba al padre Pacheco hablar de Macondo, de Amaranta, del realismo mágico… Con discreción, su esposa le dio literalmente una mano y se preparó para evitar la posible caída del ángel.
Al fin concluyó la perorata mezcla de literatura y catolicismo, qué alivio, pensé observando que todos en el sacrosanto lugar platicaban discretamente sin atender a la clase del sacerdote. Al fin los padrinos y la familia se encaminaron a la pila bautismal, pero ya el bebecito berreaba opacando al organista que trataba de interpretar la Marcha triunfal de Aída como si fueran unos abominables quinceaños organizados por Marcelo Ebrard. ¡Niño bendito, que no te digan que una editorial torpe rechazó Cien años de soledad, es una calumnia de los enemigos del genio! En todo caso (suavizó la voz), es un error. El clímax fue alcanzado cuando el emocionado sacerdote roció en exceso con agua bendita al niño y de pasada a García Márquez, quien en cuanto pudo deshacerse del infante-fardo se pasó el pañuelo por la cara para quitarse la llovizna bendita y limpiar sus lentes. Durante la ceremonia pude apreciar que el Nóbel sabía los rezos y cómo persignarse. Curioso, yo le imaginé ateo. No cabe duda, el león piensa que todos son de su condición y yo no soy creyente; qué pena.
Cuando todo hubo concluido, fuimos al edificio World Trade Center en busca de la comida. Y yo, además, a cazar la firma del laureado narrador y periodista. Como en el glorioso evento había todo menos escritores, imaginé que podría quedar cerca de Gabo durante la comida, a salvo de aduladores intelectuales. Así fue, me asignaron un sitio no distante, a unos cuatro pasos, así que pude observar al genio sobarse los adoloridos brazos, darse un discreto masaje. Cuando estábamos por concluir el pastel cortado inicialmente por el novelista y la orquesta se preparaba para tocar unos danzones en honor del bebé de Dios, decidí que era el mejor momento para pedir el autógrafo. Hasta Gabriel llevé mi ejemplar verde con prólogo de Mario Vargas Llosa y añadidos de Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, Carlos Montemayor, Carlos Salinas, Carlos Peralta, Carlos Abascal (crítico literario) y Carlos Slim. Maestro, soy René Avilés Fabila, me haría usted muy feliz si firmara mi libro. Me miró sorprendido: ¿No es una edición pirata, verdad? De ninguna manera, lo compré lejos de Tepito, en Perisur. Quiero ponerlo en una repisa donde le tengo a usted un amplio altar barroco con su foto y muchas flores, desde luego, arriba de Carlos Fuentes.
García Márquez suspendió la maniobra para sacar su pluma. Oiga, Avilés -dijo con tono de falsa indignación- soy muy amigo de Carlos Fuentes, es mi hermano… Antes de que dijera alguna otra pendejada, expliqué: Fue una broma ingenua, maestro, no tengo altares. No me escuchó, firmó el libro, mientras yo pensaba que el tipo había perdido el sentido del humor, tanto éxito no puede ser bueno. Al regresarme el volumen añadió: A mí deberían pagarme por dar autógrafos, no por escribir libros. En ese momento le cayeron encima docenas de señoras elegantes que deseaban retratarse con él. Comprendí que no las resistiría, si se ha fotografiado con Fidel Velázquez, Fidel Herrera y Fidel Castro, no hay razón para negarse a posar junto a mujeres maduritas y bien emperifolladas, algunas francamente atractivas. No me despedí, más todavía, no hubiera sido posible debido a la algarabía de tanta dama culta que deseaba inmortalizarse con el Nóbel. Cuando intentaba salir del barullo, miré al padre Pacheco correr hasta el grupo para continuar hablando de Cien años de soledad y pedirle la firma. Había perdido la comida porque tuvo que ir a una librería a comprar la novela. Pero recuperaría el tiempo, comentaría el libro con el autor y más adelante, pensó: si Dios me da licencia, hasta puedo leerlo.
Moraleja: entre la sabiduría popular circula una definición de libro clásico: es aquel que todos citan y nadie ha leído.
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