La hipoteca
Soledad Loaeza
Cuando Acción Nacional estaba en la oposición criticaba constantemente a los gobiernos priistas porque, según los panistas, la designación de cargos en la administración pública obedecía más a criterios políticos que a razones profesionales. Según ellos una de las pruebas contundentes de la corrupción del entonces partido hegemónico eran los nombramientos de improvisados, personas cuya única calificación para ocupar un puesto de alto nivel era su amistad con el presidente en turno, o su lealtad al partido. De ahí errores monumentales, problemas de planeación, de implementación o de corrupción que plagaban decisiones de gobierno fundadas en la ignorancia, la desinformación, el prejuicio o simplemente, el interés personal. No les faltaba razón. Santiago Roel, si alguno lo recuerda, llegó a la secretaría de Relaciones Exteriores en 1976, y su única credencial era que hacía reír a López Portillo; cuando Carlos Salinas nombró a Manuel Camacho canciller, para consolarlo por haberle negado la candidatura a la presidencia de la República, Acción Nacional se unió a las severas críticas de especialistas y diplomáticos profesionales que consideraron la designación una afrenta a la respetable tradición de la política exterior. Las reacciones al nombramiento de Manuel Bartlett al frente de la Secretaría de Educación Pública también fueron mayoritariamente de airada protesta, con todo y que el antiguo secretario de Gobernación ostentaba su buen post grado en el exterior. En cada uno de estos casos los panistas de la época denunciaban furibundos que la administración pública fuera un botín para el partido en el poder. Pero, primero cae un hablador…
Los antecedentes arriba mencionados por sí solos explicarían la sorpresa que han causado los nombramientos más recientes del presidente Calderón a puestos de gabinete que son cruciales para el futuro del país. Nadie pone en duda su inteligencia ni la capacidad profesional en la materia para la que se entrenaron en la universidad, o su desempeño en órganos estatales como el IFE –cercano a sus intereses primeros—o el IFAI. Pero, más allá de simpatías y afectos personales, uno no puede dejar de pensar que las decisiones que tomen hoy los responsables de la educación nacional o de las comunicaciones, tendrán consecuencias de largo plazo que habrán de definir la trayectoria del país en materia de formación de capital humano o de renovación tecnológica.
Uno espera que a la cabeza de las instancias administrativas responsables de esos asuntos estén personas cuya formación profesional y conocimiento del sector sean una garantía, siempre relativa, de que las decisiones en las respectivas materias, serán tomadas por las buenas razones. Nombrar a hombres de letras como Jaime Torres Bodet (que además había sido secretario de Vasconcelos) o a Agustín Yáñez (antiguo gobernador de Jalisco), secretario de Educación Pública, tenía sentido. Como lo tuvo en su momento la designación de Ernesto Zedillo a ese mismo puesto, dado que desde la secretaría de Programación y Presupuesto que había ocupado con anterioridad, tuvo que enfrentarse al tema crucial de los recursos que requería y que podía recibir la educación pública.
También era sensata la tradición que reconocía entre los ingenieros egresados del Instituto Politécnico Nacional, IPN, el terreno de reclutamiento de los altos funcionarios de la secretaría de Comunicaciones. Como éstos, podrían citarse cientos de casos de secretarios de Estado que en el pasado fueron designados por su competencia profesional, y ya no por su cercanía con el presidente, y, mucho menos, por su pertenencia al PRI, que frecuentemente era ambigua.
En el discurso de toma de posesión que pronunció el pasado 5 de abril, el nuevo secretario de Educación, Lujambio, anunció que llegaba a “hacer política”, una declaración que hubiera puesto los pelos de punta, no sólo a muchos de sus insignes predecesores en tan noble cargo, sino a cualquier panista de aquéllos que creían que los problemas de la educación nacional son producto del uso político que se hace de ella. Ahora, en cambio, a nadie escandaliza que la educación de los niños mexicanos sea además de rehén de intereses sindicales y partidistas, moneda de cambio entre el presidente y actores políticos con quienes busca formar alianzas electorales.
La política es negociación, y los costos que pagamos porque el gobierno haya llevado a cabo ese ejercicio sobre todo en el terreno de la educación pública, no serán saldados en 2012, ni seis años después. El precio de la política de hoy habrán de pagarlo dos o tres generaciones de mexicanos que probablemente ni siquiera recuerden los nombres de quienes firmaron la hipoteca.
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