martes, mayo 26, 2009

LL

Ayer martes escribí esto que viene a continuación de un tirón luego de haber visto la foto de una ex compañera en la primera plana del Reforma virtual. Después me arrepentí y lo guardé. Ahora me he dicho qué más da y aquí lo tienen...



Hace muchos años, en el Colegio de mi pueblo poblano, tuve por compañera a una chica que, pasado el tiempo, se ha convertido en la más famosa de mi generación.

Yo y ella tuvimos un vínculo cercano por una cuestión específica: ambos competimos durante toda la primaria y toda la secundaria por estar en lo más alto del Cuadro de Honor. A veces ella ocupaba el primer lugar, a veces yo. Por ser mujer era más consentida de las madres. Cometía menos errores en la asignatura de Disciplina. En cambio, yo era un poco más vivo en las que tenían que ver con habilidades deportivas y tal. Ambos sacábamos nueves y dieces. Ambos estábamos condenados a llevar una vida lejos de los reflectores y la fama efímera.

Sin embargo, en algo sí puedo afirmar que le gané: en el concurso ése en el que el premio mayor era venir a la Ciudad de México a pasar una semana entera con los otros freaks y nerds del país como nosotros.

No éramos populares. No teníamos muchos amigos. Los que nos llamaban por teléfono eran, por lo regular, compañeritos holgazanes y estúpidos que sólo deseaban los resultados de las operaciones y los enunciados listos y digeridos. Las madres nos querían, pero siempre había una especie de compasión sobre nuestras vidas opacas y sencillas. Ella vivía con sus tías, a quienes consideraba su padre y su madre, y yo vivía con mis abuelos, quienes siempre han sido mis padres.

Nuestra popularidad pudo haberse medido en un indicador clarísimo: cuando ella cumplió 15 invitó a los chicos verdaderamente populares a desempeñarse como sus chambelanes. No quisieron. Así que buscó a quienes eran más o menos como ella: yo y Jorge. Ensayamos en su casa muchas horas, tantas que todo salió a la perfección el día de su fiesta. El único inconveniente fue que, después de haber bailado la primera vez, yo me dediqué a embriagarme con una velocidad comparable a quien se sabe condenado al amanecer. Como todo salió perfecto, repito, los padres biológicos de ella, que habían dejado la Ciudad de México para ser testigos de la conversión de su hija pequeña en mujer, solicitaron sentidamente volver a montar el numerito. El resultado: un chambelán casi fuera de combate actuando por obra y gracia de Nuestro Señor.

La vida nos separó al terminar la secundaria. Sin embargo, continuamos hablando por teléfono. Ella me contaba de su nueva existencia y yo de mi inminente llegada a la Universidad. Era buena chica, un tanto freak, pero buena chica. Comenzó a interesarse en cosas esotéricas y realizar actividades lejos de su perfil: vender figuritas de chocolate en plena plaza mayor del pueblo, por ejemplo.

Pero un día llegó el diablo encarnado en dos personas. Primero, un tipo que la embarazó y no quiso responsabilizarse del crío. Segundo, otro tipo que le metió ideas exóticas en la cabeza.

Por ahí de 2002 su vida irrumpió de nuevo en la mía de manera brutal: alguien me había contado que su caso había sido expuesto en un programa de televisión: Mujer, casos de la vida real. Ahí, la historia retrataba a una pareja que, luego de varias sesiones brutales de violencia, había asesinado a un niño de cinco años. El punto fue que mi colega era la protagonista.

Desde entonces ha estado prófuga. La busca una procuraduría estatal y el propio FBI norteamericano.

Hoy la he vuelto a recordar por su aparición en un diario de circulación nacional.

No merecía haber tenido ese destino.