martes, abril 06, 2004

Inadvertido Servicio Profesional de Carrera
Mauricio Merino


AUNQUE prácticamente pasó inadvertido, hoy entra en vigor el reglamento de la Ley del Servicio Profesional de Carrera.

Este día el país estrena un nuevo sistema de administración de recursos humanos en el servicio público federal. O mejor dicho: a partir de hoy y por primera vez en la historia de México, tratará de ponerse en marcha el viejo y conocido método del servicio civil de carrera que, en otros lugares del mundo, comenzó hace dos siglos.

Para decirlo rápido, se trata de una de las reformas administrativas más ambiciosas que se hayan concebido en los últimos años. Sin embargo, casi nadie se dio cuenta, o se ha percatado de la trascendencia política y organizacional de esa decisión. La opinión publicada está tan absorta en el último escándalo noticioso del día que la información sobre la firma del decreto presidencial por el que se expidió el reglamento que abre la puerta al cumplimiento de esa ley aprobada por el Congreso en octubre del año pasado se perdió entre el paradero de Carlos Ahumada, la sentencia de la Corte Internacional de Justicia sobre los mexicanos condenados a muerte en Estados Unidos y los prolegómenos de los pleitos internos del PRD y de la candidatura dizque ciudadana de Jorge G. Castañeda. Todos estos asuntos son importantes, sin duda, pero ninguno supone una mudanza de fondo a la forma en que se lleva cabo la administración pública del país.

Muy pocos se han dado cuenta de la importancia de esa reforma, quizá porque suena a asunto burocrático o, en el mejor de los casos, a preocupación técnica de iniciados. Pero no es ninguna de las dos cosas. Estamos frente a una de las políticas públicas de más difícil realización que haya conocido jamás la historia administrativa de México. No estoy cargando las tintas: la implantación del servicio profesional de carrera afectará las rutinas y las carreras de los más de 40 mil funcionarios de más alto rango del gobierno federal, desde los puestos de enlace hasta los de director general con excepción de las Fuerzas Armadas, del servicio exterior y del personal adscrito directamente a la Presidencia. Y lo hará de modo completo.

Para entendernos: a partir de la entrada en vigor del reglamento del servicio profesional de carrera, los puestos públicos de confianza, y mejor pagados, ya no podrán asignarse libremente entre los amigos y recomendados de los secretarios, subsecretarios, jefes de unidad y oficiales mayores. Ahora tendrán que someterse a concurso público de oposición. Cada vez que se genere una vacante, quienes pretendan ocuparla tendrán que haber aprobado las pruebas de selección y haber demostrado que cuentan con las aptitudes y los conocimientos para ocupar el cargo al que aspiran, a través de concursos abiertos a todo el que quiera inscribirse. Y quienes ya ocupan esos lugares de privilegio en la administración pública mexicana, tendrán que someterse a los nuevos sistemas de evaluación del desempeño y de exámenes de conocimientos para poder permanecer en sus cargos. Si a estas nuevas exigencias se suma la Ley de Transparencia, gracias a la cual podremos pedir todos los detalles sobre la forma en que se realizarán los concursos, se llevarán a cabo las evaluaciones y se emprenderán los exámenes de conocimientos; y agregamos a esta fórmula la nueva pluralidad política del país y las ganas mediáticas de descubrir dónde hay gato encerrado, tal vez comience a apreciarse la importancia política del servicio profesional de carrera que acaba de estrenar el país.

Sospecho que ni siquiera la propia burocracia se ha dado cuenta a cabalidad de los desafíos y de los problemas que les están esperando. De un lado, no tengo ninguna duda de que habrá fuertes resistencias de funcionarios del más alto nivel, cuando se den cuenta que les han arrebatado el poder para designar a su equipo. De otro, también habrá resistencias entre los propios burócratas de confianza, a quienes ya no les bastará quedar bien con los jefes para conservar el empleo, sino que tendrán que ponerse a estudiar y a reunir evidencia para demostrar que, en efecto, están cumpliendo con los indicadores de desempeño con los que se juzgará su trabajo, año con año. Al principio, nadie va a estar contento. Y al final, todo dependerá de la forma en que la Secretaría de la Función Pública logre implementar esta complejísima política pública. No es casual que esa secretaría haya cambiado su nombre y sus funciones fundamentales, precisamente al aprobarse la nueva Ley del Servicio Profesional: el trabajo que le espera a esa dependencia es gigantesco, y no solamente desde el punto de vista técnico, sino también argumentativo, para convencer a propios y extraños sobre las virtudes del servicio civil.

Y es que no hay que engañarse: la cultura burocrática del país ha corrido por vías completamente opuestas a los valores que sostienen a un servicio profesional de carrera. Aunque la mayor parte del presupuesto público se gaste en los sueldos de los burócratas que encarnan la función pública, casi nadie ve con malos ojos que esos puestos se repartan entre los conocidos de los funcionarios de mayor jerarquía. Si lo mismo ocurriera con las compras que hace el gobierno, seguramente se armaría un escándalo; nadie aceptaría que el secretario de turno comprara la papelería o los muebles que utiliza la dependencia a su cargo en la tienda de su mejor amigo, sólo porque lo quiere y le cae bien. Pero nadie se escandaliza cuando ese mejor amigo es nombrado director general, y entre todos le pagamos el sueldo. Todos estamos de acuerdo en que las adquisiciones que realiza el gobierno se sometan a licitaciones públicas, para asegurar que se compre lo mejor y lo más barato; pero nadie exige, en cambio, que los puestos que reparte el gobierno también se concursen, para que los gane el más apto y el mejor preparado. Y ocurre que esta forma de beneficiar directamente a los mejores amigos constituye el gasto fijo más importante del sector público.

Nuestra cultura política guarda resabios autoritarios muy grandes. Y esta es la razón principal por la que la implantación del servicio profesional de carrera reclamará una operación muy difícil. La mayor parte de sus enemigos los tendrá en casa, pues serán los propios funcionarios públicos quienes le verán los mayores defectos y pondrán los mayores obstáculos. Y podrán hacerlo con mayor libertad, mientras la gente no se dé cuenta de la magnitud organizacional y política de esta nueva legislación. Por eso hay que llamar la atención pública sobre su importancia vital para la administración pública del país, y sobre la relevancia de vigilar palmo a palmo su cumplimiento puntual. Estamos frente a una decisión aparentemente técnica que puede representar, sin embargo, la mayor mudanza institucional que haya vivido el Poder Ejecutivo Federal en toda su historia. No la dejemos pasar.

Profesor investigador del CIDE