martes, febrero 07, 2006

Faltan 19 días

Por lo visto, además de fomentar el turismo nacional, el mismo que abarrota los clásicos balnearios con piscinas pletóricas del famosísimo caldo de oso, como Tepetongo, El Rollo (por cierto, hace unos días vi que ya existe "El Rollo VIP"), Oaxtepec y otros por el estilo, lo que este puente largo ha dejado como resaca es una inmensa flojera post-lunes.

En efecto, hoy hemos regresado a la oficina y todos estamos con una tremenda flojera. Algo no encaja. Es decir, no es el típico lunes aburrido y mortal de siempre. En teoría deberíamos afrontar con mayores energías este martes color rubí, pero no. Todos traemos cara como de crudos, o bien, como de haber hecho mil maldiciones a todos los santos y demonios habidos y por haber esta mañana. Una larga letanía que incluyó varios cuestionamientos a nuestra frágil condición de asalariados del sector público. "Si yo fuese mi propio patrón...", imagino que muchos pensaron entre las 07.00 y las 08.30 de hoy. Así es. Pero como aún no nos mandamos por nuestra propia cuenta, pues tenemos que rendirle culto al dios menor que es el Reloj Checador, al cual le vale si no dormiste bien, si bebiste de más el fin de semana o si tuviste profundos pensamientos filosóficos sobre el motivo de tu presencia en este planeta mientras tus huevos se freían en la sartén.

Desde hace unos días ya no viajo en el subterráneo cuando me dirijo a la oficina. No he comprado un coche, sólo se trata que ahora viajo con mi vecino todas las mañanas rumbo al Ministerio. Como recordarán, en la primera junta de vecinos a la que asistí comprobé lo pequeño que puede ser el orbe (el mundo es una nuez). En la misma reunión estaba un tipo que ya había visto por los pasillos de mi lugar de trabajo. La coincidencia fue creciendo hasta encontrar que no sólo vivía ahí, sino que también estaba en nuestro piso y que su departamento era justo el que está frente al nuestro. Vaya cosa. Bueno, pues después de socializar y esas cosas que mandan los cánones de la sana convivencia, un buen día dijo, oye, pues paso por ti, ¿no? De acuerdo, dije yo. Pensé que sólo sería una fiebre más de esas momentáneas, pero no. Desde hace ya tres semanas todas las mañanas, a las 08.40 horas, mi atento vecino toca a mi puerta para indicarme que ha llegado el momento de partir.

El asunto no está mal. Por un lado, me evita la caminata de seis calles con dirección a la estación del subterráneo, la pena de tener que ir apretado junto a otros 90 compatriotas en el vagón y la angustia de ver que el reloj avanza y no hay ningún taxi cerca en el último tramo de mi recorrido. Además, siempre es agradable la comodidad del coche, a pesar de lo endemoniado que se puede poner el tráfico sobre el Viaducto. Sin embargo, por el otro, también tiene sus desventajas. La primera, no siempre estoy de humor para tener algún tema de conversación que haga menos largo el trayecto. Es decir, a veces sí extraño el hecho de ponerme los audífonos del iPod e ir caminando mientras alucino que soy Keith Richards frente a 56 mil personas en un estadio. También siento alguna nostalgia por el hecho de comprar el diario e ir leyéndolo mientras a mi lado venden desde discos compactos, chicles, costureros o la edición del día de El Gráfico.

Pero, como tampoco soy un malagradecido, debo decir que mi vecino no es tan sangrón como se veía al principio. Sí tiene esos aires de yo soy la neta y sé casi de todo, pero, bueno, se tolera y todo marcha aceptablemente. Nos hemos entendido bien y me parece un buen tipo. El asunto es que, en días como hoy, tengo que apurar el paso para estar listo a la hora en que golpea la puerta. A veces me desespera el no poder terminar justo a tiempo todo lo que hago antes de salir, desde intentar arreglar un poco la habitación hasta percatarme cuatro veces que el calentador se ha quedado en su fase de "piloto". Hasta ahora sólo en dos ocasiones le he tenido que decir que salga sin mí porque aún no estaba preparado.


En fin. Un martes que bien pudo haber sido incluido en el fin de semana "largo".

Nada que contar.