Faltan 6 días
Quisiera escribir sobre otras cosas más felices y festivas, pero hay temas que no se pueden dejar pasar.
Estamos en la semana previa al arribo de los Rolling Stones. Una de las más energéticas y esperadas del año. Sin embargo, el tema MMT --es decir, Mario Marín Torres-- ha permeado gran parte de lo que se ha publicado en estos días por los medios de comunicación. Imposible tratar de ocultarlo o minimizarlo. Digo esto porque el acoso a ciertos periodistas en esa entidad no sólo se ha centrado en Lydia Cacho, tal y como se presentó anoche en el programa Punto de Partida de Canal 4.
¿Qué pasa? ¿Estamos regresando en el tiempo a lo peor de las prácticas priístas de la década de 1980 o 1970? ¿La democracia no ha pasado por algunas regiones del país? ¿Tenemos un ámbito federal que es aceptable --bueno, más o menos aceptable-- pero unas entidades federativas y municipios convertidos en verdaderos feudos inexpugnables, liderados por pequeños Napoleones incuestionables? ¿Es un signo de lo que se nos avecina en unos meses más?
Me parece que, aunque se trata de temas con altas dosis de inferencia local, el gobierno federal está dejando crecer y crecer peligrosamente los temas más difíciles hacia el final del mandato. En una frase: el Estado mexicano cada vez está más débil y cualquiera lo desafía con relativo éxito.
Al respecto, dejo dos textos. El primero es de Mauricio Merino, publicado el sábado en El Universal. El segundo es mío, publicado en el diario local en el que colaboro. Ambos --digo, con las distancias respectivas-- tocamos un tema central: la cada vez más débil y pusilánime presencia de lo que debe ser el más fuerte actor político en el país: el Estado mexicano.
Sin Estado
Mauricio Merino
El Estado mexicano está perdiendo cada vez más su capacidad de acción y su sentido frente a los grupos e intereses que lo desafían por dentro y por fuera, en territorio nacional y más allá de sus fronteras. No es un problema pasajero: es un síntoma de una enfermedad mayor, que sin embargo atraviesa por un periodo de amplio riesgo, en el que las responsabilidades se diluyen y las ambiciones políticas aumentan. Sin exagerar: este es el tema de mayor gravedad para la agenda pública de México.
La evidencia de la inanición histérica en la que está cayendo el Estado es apenas equivalente a la falta de visión de quienes lo dirigen y a la incapacidad de sus órganos (como si éstos no estuvieran integrados por personas con nombre y apellido), para responder con algo más que un puñado de frases hechas y de estrategias de comunicación social. Como si la verdadera batalla estuviera en los periódicos y los noticieros y no en las calles; como si todo se ciñera a la construcción de imagen pública; como si gobernar fuera lo mismo que vender. Es probable que los desafíos que se están planteando se estén acrecentando durante el año electoral. Es probable también que los problemas no resueltos sirvan incluso para hacer campaña y llenar de argumentos contrafácticos a las oposiciones al gobierno (como si alguna de ellas, incluyendo a los nuevos partidos, estuviera realmente al margen de lo que está ocurriendo). Pero esa no es la causa de la debilidad y de los desaciertos que se cometen cada día.
Pongo ejemplos: mientras estallan granadas de fragmentación en la sede de los medios de comunicación que se atreven a investigar al narcotráfico, y se asesina impune y sistemáticamente a los jefes de las policías que no obedecieron o no cumplieron sus compromisos con las organizaciones criminales, el secretario de Gobernación procura adeptos e indulgencias defendiendo las virtudes de la religión con todo ahínco, en contra de la acometida verbal de Carlos Monsiváis quien, desde esa óptica de pura imagen pública, es más peligroso que los narcotraficantes. Mientras un empresario corrompido hasta los huesos obtiene los favores del gobernador de Puebla y acorrala a una periodista por escribir un libro en el que revela las barbaridades con las que medra uno de sus amigos, y un grupo de campesinos armados con machetes y certificados con la norma oficial de impunidad (por vivir en San Salvador Atenco, faltaba más) secuestra a un funcionario ante las cámaras de televisión, el gobierno se pregunta cuál es el delito a perseguir y a qué autoridades corresponde investigarlo.
Mientras los países de América Latina se organizan para resistir la ofensiva del presidente Bush, los cubanos arman escándalos para mostrar los alcances extraterritoriales de la intolerancia de sus enemigos y el gobierno de Estados Unidos autoriza que su policía migratoria tire a matar a quienes arrojan piedras desde el lado mexicano; el secretario de Relaciones Exteriores medita sobre la importancia de las notas diplomáticas y advierte que todos esos hechos responden al proceso electoral de México.
Esos ejemplos tienen tres rasgos en común: la ausencia de cualquier criterio que aluda, así sea remotamente, al papel o a la importancia del Estado; la desconexión de cualquier razón electoral, excepto por las respuestas de los funcionarios; y la revelación palmaria de la impunidad y hasta del cinismo con los que puede desafiarse al Estado mexicano a sabiendas de que, como castigo, sólo se recibirá una nueva declaración de prensa. Quizá debemos celebrar, en contrapartida, que por fin lograron capturar a La Mataviejitas (aunque su cómplice, claro, haya salido libre).
Me he cansado de escuchar que la solución a ese montón de despropósitos está en la defensa del estado de derecho, o algo así. No lo entiendo: si el problema está precisamente en que nadie respeta ni asume el estado de derecho, ¿cómo puede seguirse repitiendo esa fórmula manida? El derecho no es una maquinaria que funcione sola ni tampoco es una invocación a Dios. El derecho es cosa humana: está precedido por la ética humana (que me perdonen los ultraliberales, que siguen diciendo que la moral es un árbol que da moras y que la ley surgió así de repente, por pura generación espontánea; y de paso el secretario de Gobernación, quien opina que la única moral es la que está en la Biblia), y su cumplimiento no sólo descansa en un sistema eficaz y bien armado de pesos y contrapesos para vigilarnos y controlarnos mutuamente, sino en un compromiso serio con la ética de la responsabilidad, de quienes están al mando del Estado.
Cada vez que escucho que la solución a cualquier problema nuevo está en la promulgación de una nueva ley, me dan escalofríos; tantos como los que me producen, desde mucho tiempo antes, los modelos puros que le apuestan todo a los mercados.
Ambas fórmulas cojean del mismo pie: suplen con sustantivos colectivos (la ley, el mercado, la sociedad, el gobierno) lo que está formado en realidad por personas de carne y hueso, con intereses, limitaciones, pasiones y temores muy concretos. Pero mis escalofríos se convierten en miedo liso y llano cuando esos mismos argumentos son presentados por quienes son directamente responsables de responder por esos colectivos.
Si la gente que representa al Estado dice que todo ha de resolverlo el mercado, y quienes hablan a nombre de este último promueven pactos de Chapultepec para decirnos que el asunto depende del Estado, y ambos invocan a la sociedad mientras las organizaciones le reclaman al gobierno. ¿Quién se hace cargo, al final, de dar la cara y enfrentar en serio a quienes no sólo nos están amenazando sino que además están cumpliendo la amenaza? Porque al final, el Estado es el único de esos sustantivos que acoge a los demás: sin Estado, no hay ley, ni gobierno, ni sociedad organizada, ni mercado que funcione.
Entiendo bien que las campañas que están en curso suponen competencia entre partidos y que no será sino hasta el segundo semestre de este año cuando llegue el momento más propicio a los acuerdos. Pero me pregunto si para entonces no será ya demasiado tarde. Quiero decir: si el Estado no estará tan desgastado que nadie quiera ya construir acuerdos para imaginar un México de largo plazo. Conozco la respuesta de los políticos profesionales: que nadie se asuste, dirían ellos, pues siempre hay tiempo y modo para construir consensos. Pero esa respuesta equivale a los modelos económicos que buscan la equidad desde el mercado: mientras más se aplican, más pobres nos volvemos.
Hace tiempo solíamos decir que no debíamos seguir cargando costos a la cuenta del Estado, porque éste acabaría perdiendo su eficacia. Había que democratizar, no destruir. Hoy la fórmula tendría que ser distinta pues la eficacia del Estado, en efecto, se agotó. Lo que sigue es que la gente (así, con esa confusión genérica: la gente) acabe por tomar las riendas por su propia cuenta y riesgo para tratar de defenderse. Lo que sigue es que acabemos por darle la razón a Aristóteles, quien temía una democracia tumultuosa e ingobernable a la que llamaba oclocracia: el gobierno de los peores. O en el extremo, que se cumpla la predicción de Hobbes, quien veía en el Estado a un monstruo enorme y espantoso, un leviatán, pero advertía que en su ausencia había algo mucho más temible que era la guerra de todos contra todos, protegiendo cada uno sus propios intereses, su patrimonio y, en la medida de lo posible, lo que quedara de su honor.
La derrota del Estado es un asunto grave. Y es mucho peor, a juzgar por la evidencia histórica, cuando los mayores desafíos se derivan de la falta de conciencia política y la imprudencia compartida. Pobre país.
El día del amor
Si seguimos por este camino, mañana México será mejor que ayer. Esto es lo que nos ha tratado de repetir hasta el convencimiento la publicidad oficial respecto a la situación del país. Sin embargo, visto en perspectiva, la ruta actual no nos está conduciendo hacia los sitios que esperábamos. Para demostrar lo anterior, tan sólo un botón de muestra: lo acontecido el pasado 14 de febrero, el llamado “día del amor”.
Para iniciar, el diario La Jornada dio a conocer el contenido de una serie de conversaciones realizadas entre el empresario textil poblano Kamel Nacif y diversos personajes de la entidad relacionados con la detención y aprehensión de la periodista Lydia Cacho. Como la mayoría de la población ha escuchado en los medios estatales y nacionales, el punto a destacar de estas grabaciones ilegales y entregadas a la redacción del diario de manera anónima, ha sido la presencia de fuertes indicios de delitos especialmente graves como el abuso de autoridad y el tráfico de influencias. Lo peor es que involucran al Ejecutivo del estado en una acción que, al parecer, se diseñó para que los periodistas escarmienten en cabeza ajena y no se sientan “Dios en el poder”, ya que, a final de cuentas, en México la gente “ni lee nada”.
Unas horas antes, durante la madrugada de San Valentín, tuvo lugar un violento enfrentamiento entre militantes panistas y policías estatales en Atitalaquia, Hidalgo. La razón, el desalojo de los manifestantes de la plaza del Ayuntamiento de la localidad, los cuales protestaban el resultado de las municipales más recientes. Las imágenes transmitidas por la televisión daban cuenta de una fuerte disputa entre los dos bandos mediante el uso de cohetones, machetes, toletes, escudos y gases lacrimógenos, con la particularidad de que, en la parte más álgida del combate, el sonido de fondo fueron los acordes del Himno Nacional Mexicano. El saldo: 123 lesionados, 84 detenidos, dos heridos de gravedad y cinco desaparecidos. Dos días después el alcalde priísta huyó de la ciudad, por lo cual Atitalaquia se convirtió, literalmente, en un pueblo sin ley.
Sin embargo, este no fue el único desalojo del día. En Juchitán, Oaxaca, policías estatales desplazaron a los manifestantes del ejido Emiliano Zapata instalados en la plaza del Ayuntamiento a través del uso de la fuerza. En este caso, las imágenes disponibles también dieron testimonio del uso de armas de fuego al momento de emprender esta acción. Aunado a lo anterior, los noticiarios televisivos nocturnos destacaron el fallecimiento del joven médico Joaquín P. Fernández Larios, quien fue asesinado por sus secuestradores aún después de que la familia había pagado la cantidad establecida por el rescate. El padre de la víctima envió una carta a los medios de comunicación en la que se pregunta el por qué del hecho, algo que cualquier persona haría en su lugar, así como también exigió la impartición de justicia en este caso, el cual se ha sumado a la cadena de delitos de esta índole que cada vez se extiende por más ciudades del país.
Como si esto no fuese suficiente, la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos en México mostró su preocupación ese día por el alto riesgo que está tomando en el país ejercer la profesión de periodista. Los ejemplos a los que se recurrió fueron los 12 atentados contra trabajadores de los medios de comunicación que han tenido lugar de noviembre de 2005 a la fecha. Sin embargo, el caso más llamativo ha sido, sin duda, el ataque a las oficinas del diario El Mañana de Nuevo Laredo, Tamaulipas. Este hecho ha ocasionado que, en opinión de diversos organismos internacionales, México sea “una de las zonas más peligrosas para periodistas en América Latina” (El Universal, febrero 15, 2006).
Todo esto tuvo lugar en un solo día, pero no exenta el reconocimiento de otros frentes abiertos como el conflicto diplomático con Estados Unidos y Cuba, la delicada situación que prevalece en el Congreso derivado del tema de las conversaciones telefónicas, las condiciones que rodean a las campañas presidenciales y a la realización de los propios comicios, a la ejecución cotidiana de personas relacionadas con el tráfico de estupefacientes, entre otros asuntos públicos. Entonces, si este es el panorama que tenemos después de andar por este camino, si estos son los resultados obtenidos luego de transitar esta ruta, es difícil pensar que una mayoría no considere necesario hacer modificaciones en el plan de vuelo.
En efecto, algunos de estos temas son de naturaleza local, es decir están bajo la tutela de los gobiernos estatales y locales, por lo que no pueden responsabilizarse directamente a la acción o no acción del gobierno federal. Sin embargo, no dejan de estar relacionados con la sensación de pérdida de control de ciertas atribuciones irrenunciables del Estado mexicano como las de la seguridad pública y el manejo de la política interior.
El gobierno de Vicente Fox se ha enfrentado a la disyuntiva de no actuar como sus antecesores priístas, es decir de manera semi-autoritaria y discrecional. Esto, sin embargo, ha tergiversado en una actitud abúlica y complaciente respecto de la evolución de los conflictos en el interior del país. Bajo un erróneo concepto de federalismo se han dejado a la deriva algunos asuntos en los que debiera tener mayor inferencia. Con el objetivo de no ser llamado “represor” o “injerencista”, la actual administración ha aplicado una política –al parecer—basada en la idea del dejar hacer, dejar pasar político. El riesgo en esto es que, por un lado, está propiciando la creación de ciertas condiciones para que algunos estados y municipios se conviertan en verdaderos feudos inexpugnables y, por el otro, que la tentación de soluciones verticales y unilaterales sea cada vez mayor bajo la presión social de “hacer algo” y de “resolver los problemas”.
Fox ha dicho que, después de que se vaya, lo vamos a extrañar. Lo ha mencionado en el sentido de que el grado de libertades alcanzado durante este sexenio será inédito, tal y como lo debe demostrar –dice—el tiempo y la historia. Es probable. Sin embargo, esa augurada regresión futura no será responsabilidad exclusiva del supuesto talante autoritario del próximo Ejecutivo Federal, sino de lo que se ha dejado de hacer en el presente. Los focos rojos que se encienden en el país al término del mandado son una llamada de atención sobre este tema que no deben despreciarse.
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