lunes, julio 02, 2007

02-J

Hoy se cumple el primer aniversario de las elecciones del 2 de julio, una de las más controvertidas de nuestra historia. Como se recordará, el problema no tuvo lugar en el desarrollo de los comicios, sino en lo que vino después, es decir en el conteo, en el resultado y en la inconformidad por parte de algunos competidores. De hecho, el conflicto se prolongó hasta el mes de septiembre e involucró de manera directa a las instancias responsables de dar el veredicto final. En resumen, una jornada que se prolongó hasta sus últimas consecuencias y que no dejó satisfecha a una porción significativa de la sociedad mexicana.

La primera vez que voté fue en 1997, durante las legislativas que arrebataron la mayoría absoluta al PRI en el Congreso. Sin embargo, no ha sido sino hasta 2006 en que he visto de manera directa la organización de unas elecciones. La razón: fui nombrado funcionario de casilla. De esta forma, y desde mi pequeña trinchera, pude observar –y hasta ser un poco responsable—de lo que ocurrió en aquella ocasión.

¿Qué he visto aquel día? En primer lugar, un notable interés de la gente en participar a través de su sufragio. Desde muy temprano había personas formadas listas para votar. Por supuesto, los representantes de los partidos también estaban preparados desde las ocho horas para estar a la caza de cualquier irregularidad en las que, como ya es costumbre, se habían denominado las elecciones “más cerradas en la historia de México”. En segundo, que las izquierdas tenían una elevada –y casi ciega—fe en el triunfo de su candidato. Tercero, que los partidos más organizados en la vigilancia de las casillas fueron el PRI y el PAN. Cuarto, que el padrón electoral tenía fallas, pero que no fueron significativas (ciudadanos con credencial, pero sin aparecer en el listado nominal, por ejemplo). Quinto, que el Partido Nueva Alianza cumplió su objetivo de obtener un voto por aquí, un voto por allá. Sexto, que al final nadie se esperaba lo que se fue tejiendo a partir de las 23 horas de ese mismo día.

En mi casilla la Alianza por el Bien de Todos ganó y por mucho. Le siguió el PAN y, más rezagado, el PRI veía cómo sus esperanzas de recuperar el poder se diluían en un impensable tercer puesto. Para evitar cualquier sospecha de los representantes de partido y de los curiosos alrededor de la mesa sobre el resultado de la elección, propuse realizar un recuento “voto por voto” antes de que esa frase se volviera el grito de guerra de los izquierdistas. Así, levantamos todo el tinglado cerca de las 22 horas, pero sin que se presentasen quejas significativas por parte de los mismos (sólo el PRD interpuso un recurso por la vestimenta de los representantes del PRI).

Al término de la jornada, cansados y con hambre, fui a entregar el paquete electoral a la oficina del IFE acompañado del secretario de la casilla. Nos despedimos, nos deseamos suerte y nos fuimos –como muchos—a esperar el mensaje nocturno del Dr. Ugalde. Y ahí comenzó la debacle…

Hoy tenemos presidente. Claro, me refiero al constitucional. También hay uno que se autodenomina “legítimo”. La circulación sobre Reforma se ha normalizado y el país –al parecer—sigue sosteniéndose como lo ha hecho en los últimos siglos: a contracorriente y siempre con la amenaza del colapso a la vuelta de la esquina.

Cuando la gente se pregunta qué hubiese sucedido si López Obrador hubiese arribado al poder se forma la polémica. Algunos dicen que hubiese sido un buen presidente, que hubiese gobernado apegándose a los postulados de las izquierdas, que hubiese cambiado al país. Otros lo atacan con los argumentos de siempre, es decir que qué bueno que no llegó, que seríamos otra Cuba u otra Venezuela, que hubiese sido la venganza de los pobres. En fin. Es algo que no sabremos, al menos en el corto plazo.

Lo que hay a un año de distancia es esa sensación de que nosotros, los ciudadanos, no sabremos bien a bien qué fue lo que sucedió no el 2 de julio, sino los días siguientes a esa jornada electoral que ha marcado la historia contemporánea de este país.