miércoles, noviembre 07, 2007

Donde dije digo, digo Diego

Mauricio Merino

La semana pasada, la Cámara de Diputados aprobó una reforma a la Ley del Servicio Profesional de Carrera en la Administración Pública Federal que, sin matices, representa un paso hacia atrás en la ruta de construcción que había seguido ese tema, indispensable para la consolidación democrática. La reforma dice que los directores generales (y los adjuntos y homólogos) dejarán de pertenecer al servicio profesional y, en consecuencia, podrán ser designados y removidos con total libertad. Corresponderá al Senado confirmar o rechazar esa decisión propuesta por la Cámara Baja.

Antes de las elecciones de 2006 (en el mes de marzo de ese año), el PRD ya había presentado una iniciativa muy similar, que fue rechazada por la cámara apenas mes y medio después (el 18 de abril). Igual que ahora, se quería eliminar el nivel de dirección general del catálogo de puestos del servicio profesional de carrera, bajo el mismo argumento según el cual el jefe del Ejecutivo y sus colaboradores debían contar con personas de su más absoluta confianza y lealtad para poder desempeñar sus funciones.

En aquel momento, la iniciativa fracasó gracias a los votos en contra del PAN, del PRI y del Partido Verde, entre otras razones, porque se leyó como un intento de la principal oposición al gobierno de Vicente Fox para despejar los puestos que eventualmente le serían indispensables en caso de ganar los comicios. El partido del gobierno se opuso con firmeza a la iniciativa no sólo porque el plazo transitorio que se había dado a la Ley del Servicio Profesional de Carrera para cumplirse en su totalidad todavía no se había agotado, sino porque se creyó (con razón) que el nombramiento libre de los puestos de mayor jerarquía del servicio equivaldría a convertirlos en un botín político del gobierno de turno. En ese momento (hace año y medio), no hubo un solo voto del PAN a favor de la iniciativa, y solamente hubo siete votos del PRI que la respaldaron (además de los 79 votos del PRD y de sus aliados electorales).

Al final del mes de mayo de ese año, sin embargo, se presentó otra iniciativa equivalente por el diputado Carlos Flores Rico del PRI, que volvió con el mismo argumento ya desechado: “La necesidad legítima que tienen los altos funcionarios para designar libremente a personas de su plena y total confianza en los niveles jerárquicos de director general o su equivalente”.

Casi un año más tarde, y contra todo pronóstico razonable, la Comisión de la Función Pública aprobó esa iniciativa explicando que la libre designación de los directores generales, adjuntos y homólogos, “garantizaría además de un servicio público eficaz y eficiente, contar con la absoluta confianza del designado a quien —se presume— se le nombra en razón de sus méritos y del conocimiento que se tiene de su capacidad y lealtad”. Y el 30 de octubre de 2007 la iniciativa fue finalmente aprobada por 332 votos de todos los partidos políticos, con apenas cinco votos en contra (de los cuales cuatro fueron del PRD y uno del PAN). En definitiva, la Cámara de Diputados cambió de opinión, y en lugar de llamar al fortalecimiento del servicio profesional de carrera, aprobó que los puestos mejor pagados y de mayor responsabilidad pública salgan del catálogo establecido. Aceptó que sigan siendo, sin más, designados por razones políticas.

Es difícil encontrar argumentos plausibles para explicar ese cambio de posición. De un lado, es probable que se deba a un mal diagnóstico de los problemas que enfrentó la operación inicial del servicio profesional de carrera. En sus primeros años, en efecto, muchos de los concursos que se convocaron para ocupar plazas de ese catálogo se declararon desiertos (hasta siete de cada 10, en los casos de los directores generales), y además hubo graves dificultades para encajar los perfiles requeridos con los exámenes que se exigían a los candidatos. A consecuencia de esas decisiones, se utilizó en exceso la cláusula de excepción prevista en el artículo 34 de la ley para ocupar vacantes por razones extraordinarias, y los concursos se alargaron innecesariamente.

No obstante, el gobierno publicó hace dos meses un nuevo reglamento del servicio profesional que ya respondía a esos problemas: descentralizó la operación de los concursos, dejó que cada dependencia definiera los perfiles de los puestos vacantes y los contenidos de los exámenes requeridos, negó la posibilidad de declarar concursos desiertos por razones artificiales y volvió mucho más rígido el uso del artículo 34. Buscó una mayor descentralización operativa, un mejor control normativo y una mayor apertura a la vigilancia pública, precisamente para evitar la discrecionalidad de los nombramientos en los puestos de mayor importancia. En ese sentido, el problema invocado para justificar la salida de los directores generales del servicio profesional de carrera ya había encontrado una solución en el reglamento: cada dependencia se haría cargo de sus concursos, y la sociedad podría vigilar puntualmente su desarrollo. Los mejores funcionarios públicos, además, podrían imaginar un proyecto de vida profesional capaz de llegar hasta la cúspide de una dirección general.

Todo eso se vendría abajo si la iniciativa aprobada en la Cámara de Diputados fuera avalada por el Senado. Y en lugar de una regulación que tendería a consolidar el servicio profesional, volveríamos a la lógica de las negociaciones políticas para designar a los puestos operativos de mayor jerarquía burocrática. No sólo los directores generales de todas las dependencias, sino también los cargos de delegados federales, entre otros, volverían a ser territorio de la política pura y dura. Si alguna vez contamos con la posibilidad de avanzar (como lo acaban de hacer, ejemplarmente, en Chile) hacia un sistema de directivos profesionales con una verdadera visión de Estado, esta iniciativa nos anclaría en la lógica que ve en el reparto de puestos de la administración pública el premio mayor a los triunfos electorales y las negociaciones políticas. Es una mala señal, desde cualquier punto de vista. Ojalá no prospere.

Profesor investigador del CIDE