lunes, abril 24, 2006

Ellos y nosotros

El fenómeno de la migración ha tocado ya casi todos los rincones de la sociedad mexicana. Hace apenas unos años escuchábamos hablar del tema como algo lejano, exclusivo de zonas rurales y marginadas, delimitado a estados como Michoacán, Zacatecas y Oaxaca. Teníamos presente que desde siempre ha existido, pero aún lo veíamos suficientemente lejos como para ocuparnos de él.

Las cosas han cambiado. En la actualidad es cada vez más difícil conocer a alguien que no tenga –de una manera u otra—algún vínculo con el asunto. Unos tienen familiares o amigos que se han aventurado a cruzar la frontera rumbo a Estados Unidos. Otros se han ido ellos mismos una y otra vez. Muchos dependen del dinero que envían los migrantes para sobrevivir en el día a día. Todos escuchamos las noticias sobre el tema en los medios. En suma, la migración se ha instalado como uno más de nuestros inagotables usos y costumbres nacionales.

De acuerdo con diversas encuestas, para marzo de 2006 existían entre 11.2 y 12 millones de indocumentados en Estados Unidos. De estos, una porción considerable es la que ocupan los mexicanos. Las cifras varían, pero la mayoría coincide en una presencia que va de los seis a los siete millones de connacionales en aquel país. Seis o siete millones. El número es escalofriante por sí mismo, sobre todo si consideramos que de acuerdo al XII Censo General de Población y Vivienda del INEGI, el estado de Puebla contaba con 5 millones 76 mil 686 habitantes en el año 2000. De esta forma, algo así como todo Puebla (y más) estaría instalado en estos momentos en los condados norteamericanos.

¿Por qué ocurre este fenómeno? La respuesta es sencilla en primera instancia: porque en México no hay trabajo y porque el que hay está mal pagado. Claro, el problema es mucho más complejo, pero parte de la esperanza de que en Estados Unidos sí habrá empleo y que estará mucho mejor remunerado que en México.

A partir de ahí se desprenden las otras variantes del hecho, por ejemplo, la manera en que se va a cruzar la frontera (la mayor de las veces de forma ilegal), la búsqueda del empleo prometido, las condiciones en que se vive en Estados Unidos bajo la etiqueta de “ilegal”, el choque cultural que implica para los paisanos entrar de lleno y sin anestesia a las entrañas de la única potencia planetaria de la actualidad. La decisión de abandonar los pueblos mexicanos para ganarse la vida es sólo la punta del iceberg de todo lo que acarrea la migración.

Este fenómeno también tiene beneficios. De otra manera no existiría con la vitalidad que le caracteriza (alrededor de 390 mil mexicanos salen cada año hacia Estados Unidos). La economía norteamericana encuentra mano de obra barata y los mexicanos empleo. La bonanza financiera de Estados Unidos se debe –en parte—al empuje de los nuestros allá. La gobernabilidad mexicana se debe –en parte—a que la migración ha servido como válvula de escape a las carencias laborales acá. Parecería un trato justo.

En los últimos días el asunto ha dado un nuevo giro. El proyecto de la llamada Ley Sensenbrenner –a discusión en el Congreso estadounidense en estos días—busca considerar como un crimen la migración de indocumentados. En su lógica, todos los que han llegado a esa nación sin la documentación correspondiente son delincuentes y, por lo tanto, no pueden tener acceso a servicios públicos. Lo anterior ha provocado un extraño e interesante vuelco en la situación: súbitamente se han cohesionado y organizado los grupos latinos migrantes con la intención de reclamar derechos mediante marchas y manifestaciones.

Al sur, la mayoría de los mexicanos han considerado loables las protestas de los migrantes. Se trata no sólo de cuestiones laborales, sino humanitarias. No se puede tolerar la discriminación hacia ningún grupo social, sobre todo si contribuye activamente a la prosperidad del lugar en el que se encuentran (aproximadamente 5.8 millones de mexicanos tienen empleo y pagan impuestos a la recaudación norteamericana). La migración es un hecho duro que, aún construyendo muros y aprobando legislaciones severas, seguirá existiendo porque la necesidad y el hambre son su principal motor.

Sin embargo, ¿qué pasaría si esto ocurriese a la inversa? Es decir, si México fuese el país que recibiera oleadas de migrantes cada año que buscan empleo, servicios y residencia. ¿Tendríamos las mismas opiniones que ahora?

Los norteamericanos nativos han reaccionado de diferentes maneras frente a las multitudinarias marchas de migrantes en sus principales ciudades (se ha calculado que en la manifestación del 25 de marzo en Los Ángeles participaron alrededor de un millón de personas). Algunos han apoyado las peticiones latinas argumentado razones de humanidad. En contraste, otros han expresado su rechazo contundente a la legalización de indocumentados. Steve King, representante del estado de Iowa, ha señalado que “una cosa es saber que existen, en abstracto, 12 millones de indocumentados, pero otra muy distinta es ver a más de un millón de personas marchando y exigiendo beneficios como si fuera derecho de nacimiento”. Diana Kitlica, residente de Phoenix, Arizona, se pregunta “¿quieren quedarse aquí, tener una educación y poder seguir diciendo ¡viva México!?”.

Estas respuestas están originadas en el temor y en el desconocimiento, sin duda. Pero no dejan de ser manifestaciones claras de lo que muchos norteamericanos están experimentando y sintiendo. A pesar de los tan llevados y traídos discursos sobre la globalización y el factor multicultural, lo cierto es que preocuparse por el territorio propio sigue siendo algo humano, demasiado humano.

Al respecto, de un tiempo a esta parte he estado escuchando a mucha gente de la Ciudad de México quejarse de la migración argentina a la capital. Por supuesto, el flujo de sudamericanos a México no tiene comparación con el de latinos a Estados Unidos. Sin embargo, las quejas respecto a la “excesiva” presencia de extranjeros en el país son reales. De hecho, en un programa de televisión dominical una cantante ranchera censuró las opiniones de una ex Miss Universo venezolana por el simple hecho de ser... extranjera.

La posición de México debe dejar de ser ambigua. Por un lado sí es necesario buscar concretar los acuerdos migratorios. Pero, por el otro, también debe reconocerse que el hecho de que casi 400 mil paisanos salgan anualmente en busca de un futuro mejor no deja de ser un fracaso como país. ¿Qué haríamos si no existiese el recurso de irse al otro lado? ¿Qué pasaría si esos seis o siete millones tuvieran que regresar a México? ¿Dónde se acomodarían? ¿Qué harían?

No es tarde para darse cuenta de que los malos no son sólo los del norte y que aquí mismo, en nuestra casa, hay muchas tareas pendientes de resolver.