lunes, abril 17, 2006

Viernes Santo

Jordi Soler

El Viernes Santo es un día raro. Todos se sienten impelidos a hacer algo, algo divertido y fuera de lo común pero, por otra parte, se trata de un día de fiesta religiosa y esto implica guardar la compostura, o no guardarla y perderla, pero con la conciencia de que hubiera sido mejor comportarse, porque este viernes, según se sabe, llueve siempre (aunque a veces no lo parezca) a las tres de la tarde, pero no a causa de fenómenos tales como la evaporación, la condensación y la precipitación del agua, sino por una causa que tiene cierta belleza: el cielo llora porque Cristo ha muerto.

Eso me decían de niño y supongo que por esto, porque la causa es trágica y el cielo llora, el Viernes Santo es un día raro, un día donde lo que cabe es la reflexión y el recogimiento, pero también es un día libre, antecedido y precedido de otros días libres y aquí es donde ya no empieza a cuadrar el viernes de recogimiento, flanqueado por el jueves y el sábado de jolgorio.

Cada quién sortea como puede su Viernes Santo y yo he sorteado el mío tomando notas de lo que iba viendo en Valle de Bravo, el pueblo donde me pescó este día.

Para empezar, entré a una peluquería donde se anunciaba el "corte de Viernes Santo"; me apetecía experimentar ese extraño corte que, según imaginé mientras me acomodaba en el sillón y me ponía en manos del maestro, iría escoltado por algún tipo de oración, o quizá rociado con agua bendecida, pero en cuanto pregunté por la especificidad de ese corte, el peluquero, cuyas manos ya trabajaban encima de mi cabeza, explicó: "se llama corte de Viernes Santo porque se hace hoy, que es Viernes Santo".

Saliendo de la peluquería bebí un café y fui a comprar periódicos, una actividad frustrante porque ese día circulan muy pocos, así que para completar la porción de lecturas compré un libro de Jorge Edwards y una guía turística de Bielorrusia, que eran las otras dos publicaciones que había en el quiosco y que no eran ni periódicos deportivos ni revistas pornográficas o del corazón (que son lo mismo, con el agravante de que en las del corazón sale la gente vestida).

Observé, y anoté en mi libreta, algunas actividades de Viernes Santo realizadas por los turistas que recorrían con ansiedad y desesperación el pueblo, ansiosos por comprar algo, o beber algo, desesperados por contemplar algo fantástico y a la altura de sus expectativas e inmortalizarlo con un disparo veloz y certero de sus máquinas fotográficas. Y como en este safari fotográfico y de consumo no había mucha acción, iban todos recalando en las embarcaciones que ofrecen vueltas al lago con sus variantes: 1.- Fondo de cristal (para ver el cieno que cubre el fondo), 2.- Guía que ofrece explicaciones (de un paisaje muy explícito, constituido por montañas, lago y pueblo), 3.- Bar a bordo y banda (norteña).

Todo esto lo investigué y lo anoté en mi libreta, y mientras averiguaba precios y modalidades del viaje en barquito, barcaza, lancha o cayuco, dieron las tres de la tarde y comprobé, con cierta desolación, que el cielo no lloraba, y también oí a un padre que hacía cola para embarcarse con toda su familia (mujer, hijos, suegra, dos abuelas, una de ellas interpelada con el mote jerárquico de "jefecita") y que a esa hora, cuando las campanas del pueblo llamaban a misa, resolvió de esta manera el conflicto entre el recogimiento y el jolgorio: "A ver mis chavos, antes de subir al barco vamos a echar una rezadita".