viernes, junio 01, 2007

Viernes

Retomamos una tradición de este buroblog: el post de los viernes.
 
Por fin llegamos a la orilla de esta semana. La de la reintegración a la vida cotidiana y a la rutina. Algo difícil, claro. Pero, bueno, no queda otra mas que continuar con los guantes puestos y sobre el cuadrilátero.
 
De acuerdo. Ayer, después de haber degustado mi amplísimo menú del día a día consistente en verduras, sopa y pollo (el cual puede cambiar a verduras, sopa y pescado), salí a caminar para ver la vida pasar bajo el buen sol que nos ha tocado en esta etapa de la primavera 07. Así, de repente vi que en el suelo, enfrente de la estación Cuauhtémoc de la Línea 1 del subterráneo, un tipo vendía libros, pero en especial casi toda la colección de "Historia de la Literatura" de la Editorial RBA.
 
Bueno, dije, veamos. Y sí, en efecto, había buenos títulos. Todos a 25 pesos. Empastados y sin ningún tipo de anotaciones realizadas por sus antiguos dueños. Mmmm. Yo que soy muy dado a eso del regateo, obtuve aún otro descuento a través del clásico "oye, y si me llevo cinco, ¿me los dejas a 100?". El tipo, con indumentaria que bien puede clasificarse como pandrosa, pero con puro en la boca, me dijo, sale (no sé si fue sale en inglés, de vendido, o bien, sale en castellano de la Ciudad de México, de órale).
 
Entonces vino lo difícil, es decir escoger cuáles me llevaría. Había varios interesantes, por ejemplo, Trópico de Cáncer de Miller, el cual ya leí, pero no sé si el ejemplar que tuve en los años de la Universidad era mío o me lo prestaron o si ya lo devolví o simplemente no sé dónde coños quedó. En lo que estaba decidiendo si comprarlo o no llegó uno como estudiante de la UAM, lo vio, lo cogió y se lo llevó. Bien merecido por estar de indeciso, me dije. Así que ya con más agallas tomé mis cinco ejemplares: La colmena de D. Camilo José, Las flores del mal de Baudelaire, Antología de poetas románticos ingleses, Tragedias troyanas de Eurípides y El americano impasible de G. Greene. ¿Así o más culturoso progress? Hasta me sentí un poco mal conmigo mismo, pero como soy bastante indulgente, me perdoné pronto.
 
Ahora lo que tengo que hacer es mandar a hacer ya ese multicitado --e inexistente-- librero para nuestro estudio, ése que nos ayudará a escombrar un poco ese ligero desorden que aún permanece en el piso desde que nos cambiamos a la colonia Álamos (la misma en la que vivió Aristegui, según me ha contado nuestro nuevo estilista profesional).
 
Regresando al tema que nos ocupa primordialmente en esta bitácora virtual, es decir a la burocracia, aquí en la oficina ya está todo como bastante relajado a esta hora del día. Nuestro DG ya se fue a su pueblo, la luz de su oficina está apagada y como que todo el mundo está francamente instalado en la flojera total. Los que permanecemos aquí hacemos como que estamos haciendo algo trascendente (por ejemplo yo, que estoy escribe y escribe, pero se supone que nadie sabe que se trata de un blog...). Las secretarias cuchichean y los demás tiene la vista fija sobre sus monitores.
 
Mientras llegan las 18.00 horas, la hora marcada, pienso que la próxima semana estaré dirigiendo mis pasos rumbo al Auditorio para ver a esa parvada de tíos que en sus buenas épocas se llamaron Timbiriche y que hoy no son mas que el remedo de Timbiriche. Ja. En efecto, en un arranque de sinceridad de treintañeros, unos colegas decidieron ir a ver a este grupete que, de vez en vez, ameniza una sección de las fiestas con sus rolas --dizque-- clásicas. Bueno, seamos honestos: cuando suenan sus álbumes como que todo mundo se prende y, aunque te digas culturoso o progress de tercera generación, bien que se la saben y las cantan a todo pulmón.
 
Entonces, pues un buen día se compraron los boletos para tal acontecimiento y ahora ni cómo echarse para atrás. Mi mujer no podrá asistir, pero yo sí junto a mis colegas. Por un momento dudé en hacerlo (no sólo por el costo, sino por los rezagos de la enfermedad que aún arrastro) pero, bueno, la vida es corta y uno no debe andar siempre con cara de haber pisado caca ad infinitum, mucho menos de haber comprado cinco libros a 20 pesos afuera de una estación del metropolitano. Ergo, vayamos sin complejos ni culpas. Ya les contaré qué tal se puso.
 
Después de haber hecho esta confesión y antes de proseguir tengo que hacer un acto de contrición que me permita liberarme un poco de la pena: mea culpa, mea culpa.
 
Muy bien. Listo.
 
Veo el reloj y casi ha llegado la hora. Faltan 12 minutos para que se abran las jaulas y salgan disparadas las pequeñas bestiecillas que todo burócrata lleva dentro. ¿Qué harán los vecinos de oficina una vez que han abandonado este bonito Ministerio? Esa es una buena pregunta. Me gustaría un día realizar marcaje personal sobre una pequeña muestra de funcionarios para saber en qué gastan su tiempo en un viernes por la tarde de primavera.
 
Imagino que algunos van directo a sus hogares, a echarse en sus sillones favoritos y a ver la televisión. Otros corren a algún antrito (y más ahora que es quincena) a degustar esas chelas premonitorias de algo más salvaje. Quizás las chicas se citen con sus parejas o sus amigas en algún localillo del tipo Sanborns o Vips para tomar café y chismear a gusto. Aunque me temo que la mayoría salen todos excitados, llegan a la calle, cogen el móvil y ya no saben qué hacer. Es decir, como que toda esa adrenalina se vuelve agua una vez cruzado el umbral de la vida burocrática y la realidad.
 
Repìto, sería una experiencia interesante --hasta como estudio sociológico-- saber qué hace el burócrata después de su horario de oficina.
 
Yo, por ejemplo, de aquí salgo a dar una larga caminata escuchando el iPod antes de dirigirme a mi hogar.
 
Miro una vez más el reloj y veo que ha llegado la hora.
 
Nos veremos el próximo lunes o antes si me entregan el CPU reparado.
 
La suerte está echada.