Jordi Soler
Como me pasa siempre, salí del mar con la sensación de haber estado en contacto con la madre de todo, como si al nadar en las aguas del Océano Pacífico el cuerpo hiciera un reset. Con este pensamiento romántico salía del mar, cuando detecté que en el bolsillo de mi traje de baño había estado nadando conmigo mi iPod, esa máquina donde atesoro mi soundtrack personal, que desde luego no esta diseñada para las actividades acuáticas.
Por hacer algo que paliara mi preocupación, puse mi iPod al sol, y una vez que estuvo seco, limpié los rastros de sal que tenía por todos lados y, como acto final, expulsé un vaho sobre la pantalla y le pase encima amorosamente mi camiseta, como hago dos veces al día con mis gafas de miope. Luego, atrapado por un suspense asfixiante, me puse los audífonos y traté de echarlo a andar pero la máquina estaba muerta, o quizá sea mejor decir que estaba ahogada.
El accidente era una catástrofe porque estaba, y todavía estoy, en una playa a catorce horas de avión de los archivos de mi iPod y por tanto estaba condenado a pasar el resto de las vacaciones sin música, sumido en un silencio propicio para la reflexión y para la más profunda melancolía. Aunque es verdad que, como dijo un poeta amigo mío: "si te toca llorar, es mejor frente al mar".
Regresé a la casa y, por hacer algo, conecté el iPod a un enchufe, basado en la idea, que era más bien un deseo desesperado, de que a lo mejor el agua del mar había anulado, con su increíble vitalidad, la carga de la batería. Después me bañé pensando en posibles remedios, la reflexión y la melancolía contra una visita intempestiva a una tienda de discos, y en esas estaba cuando salí del baño y con la toalla a la cintura toqué el iPod y se encendió la pantalla, exclusivamente la pantalla sin ninguna letra, caracter o dibujito que indicara su estado de salud. Enchufé los audífonos y comprobé que el ahogado había resucitado y que seguía tocando música, a un volumen mucho mayor que el que tenía cuando era un iPod vivo, pero sin ninguna información sobre las canciones que iba tocando, la pantalla estaba, y sigue estando, en blanco, y la máquina iba tocando la música que le apetecía, iba haciendo un shuffle caprichoso que a veces tocaba tres canciones seguidas de un mismo autor, y a veces repetía, y todavía repite, media docena de veces la misma canción.
Porque era todo lo que podía hacer, seguí oyendo el iPod sin saber qué canción venía y a veces no recordando el título y el autor de la canción que había programado. Al día siguiente ya había comenzado a gustarme la nueva personalidad de mi iPod que era, ni más ni menos, una personalidad clásica que se empeñaba en que su dueño oyera la música como se había oído toda la vida antes del iPod: con los oídos y sin información visual que matice la experiencia, igual que tocaban la música sus ancestros, su abuelo el LP y su abuelita la radio, y visto así no me importó nada, e incluso me gusta mucho, tener un iPod resucitado que dejó en el mar lo que no iba con su pedigrí. Pero lo que ha empezado a suceder ahora tendré que digerirlo, pues el iPod, dentro de su shuffle arbitrario, incluye canciones que, estoy herméticamente seguro, nunca programé. Hace unos minutos, por ejemplo, tocó cinco canciones: This is the sea, Cuando el mar te tenga, Mar adentro en la sangre, Sea of love, Sobre las olas.
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