martes, febrero 19, 2008

Día común

Hace una semana salí del Metro Balderas y caminé frente a la Biblioteca México. Eran alrededor de las 14.30 horas. Por el parque vi a toda esa caterva de estudiantes de las escuelas públicas de la zona. Unas chicas aventaron a una de sus compañeras al agua que, por extraño que parezca, llenaba una de las fuentes. A pesar de que traía los audífonos montados pude escuchar los gritos y las risas.

Al llegar a la esquina de la Biblioteca pude darme cuenta de que un tipo le hacía señas a otro. Esos mensajes cifrados iban dirigidos hacia mí. Algo así como “éste”. Al voltear pude notar que el otro era un jovenzuelo de gafas oscuras, camiseta de tirantes, pantalones abultados y mona en la mano. A lo mejor se equivocaron, pensé, y seguí caminando. Sin embargo, las alertas ya se habían encendido. Y, en efecto, pasos adelante comprobé que se habían levantado de sus lugares y caminaban en la misma ruta que yo.

Por un momento dudé en seguir o cruzar la calle o regresar al subterráneo. Es decir, la primera hipótesis era que todo se trataba de una coincidencia: los guiños, el caminar en la misma dirección, mi paso por el lugar. Pero otra también apuntaba a que eso no era nada normal. En esas estaba cuando vi a un conocido acercarse por la acera. A pesar de que no somos colegas ni nada, nos detuvimos a cruzar unas palabras. Te veo más delgado, me dice, y yo sí, ah, claro, es la dieta. El punto es que yo estaba más pendiente de lo que hacían estos dos chavales. Uno detrás de otro pasaron a nuestro costado sin voltear. El de las gafas simulaba aspirar su mona, al tiempo que caminaba en actitud retadora. El otro podía deducirse por su facha y posición que era el segundo de abordo. Bueno. Cuando los miré alejarse hasta la esquina me dije, falsa alarma, tranqui. Puse más atención en la plática y, segundos después, nos despedimos. Quité de mi cabeza la idea de pedirle que me acompañara a algún otro sitio o de plantearme mis dudas.

Entonces, ya con menos presión, pero sin los audífonos puestos, continué mi camino. Ah, error. Una vez que estos chicos se dieron cuenta de que yo seguía, volvieron a levantarse de su improvisada sala de espera y comenzaron a caminar hacia mí. La alerta pasó de amarilla a roja intensa. Ya no había duda: estos me estaban cazando. Al menos un cd player o un iPod pensaron que podía ser el botín de la tarde. Crucé la calle, justo frente a una secundaria, e intenté seguir. Nada. Su actitud ya no dejaba lugar a dudas: estaban buscando también llegar al otro lado.

Ya había pasado bastante agua bajo el puente desde la última vez que había experimentado esta cuestión del peligro en el ambiente. La única ocasión en que me han asaltado en la Ciudad de México ha sido en el cruce de Miguel Ángel de Quevedo y Universidad, luego de salir de la librería Gandhi, alrededor de las 15.00 horas, enfrente de los puestos de tacos y revistas de ese sitio. Sobra decir que muchos vieron lo ocurrido y que nadie hizo nada por evitarlo. Bueno. Entonces decía que volví a percibir ese riesgo flotante. Algo que no puedes explicar, pero que estás seguro de que existe y que te rodea. Si continuaba iba directo a un encuentro con estos tipos. No podía jugar al temerario ni al indiferente. A pesar de que estaba en la hora exacta de la entrada/salida de clases, y que había cualquier cantidad de vendedores de dulces, críos y mamás histéricas, adolescentes en brama y uno que otro despistado, podía apostar a que nadie iba a hacer nada si era abordado por gafotas y su colega. Por un momento sentí ese lugar como un callejón sin salida y una trampa. ¿Cómo salir de ahí?

Lo único que se me ocurrió fue voltear alrededor. Una especie de búsqueda de la salvación. Lo que pude observar fue una fila de varios taxis sin pasajeros. Bueno, la graciosa huida, ¿qué más queda? Afortunadamente abordé un clásico VW ecológico casi de forma inmediata. Una vez adentro sólo dije siga de frente. Ahora lo que tenía en mente era, primero, que pudiéramos avanzar rápido y, segundo, que no me vieran en mi escapatoria e intentaran detener el coche y bajarme (o subirse ellos). Pasamos justo frente a gafas de mona, el cual estiraba el cuello buscando, ya en una actitud francamente abierta, a la presa que de repente se había esfumado.

Calles adelante pude poner atención a la perorata del taxista sin ton ni son. Lo de siempre: que si el gobierno, que si las marchas y tal. Quise detenerlo y contarle lo que acababa de ocurrirme pero, ¿para qué? Debe tener mil historias más emocionantes e intensas en su recorrido. Por un momento dejé que todo fluyera, me recosté en el asiento, miré por la ventanilla y pedí bajar en cualquier esquina.

Ya no he vuelto a pasar por esa calle.