viernes, febrero 18, 2005

About politics

Política: una aventura humana

FERRAN REQUEJO


Los políticos suelen tener bastante peor fama de la que se merecen. De acuerdo con encuestas periódicas constituyen una de las profesiones menos valoradas socialmente. Sin embargo, pocas profesiones son tan cruciales y relevantes, a la vez que también pocas resultan tan absorbentes e ingratas. Hay que reconocer que a veces la imagen que reflejan los dirigentes de los partidos no es la más edificante. Por ejemplo, cuando se sueltan, es un decir, en las elecciones.Amenudo, las campañas electorales infantilizan a la clase política.

Especialmente en los mítines. Aun a riesgo de ganarme alguna enemistad -y parafraseando a Churchill-, puede decirse que en pocas ocasiones tantas personas tan inteligentes dicen tantas incongruencias en tan poco tiempo.

Dirigirse a una multitud que se sabe favorable tiene sus propias reglas, y algunas incentivan la inclusión de elementos emotivos, irracionales, con el fin de lograr la aquiescencia entusiasta de los oyentes. Se trata más de persuadir para establecer un asentimiento emotivo que de convencer a una audiencia que ya está convencida de entrada.Y entonces, en el fragor de la batalla, se dice lo que se dice.

Éste es un tema clásico.

Herodoto ya estableció hace unos 2.500 años que "es más fácil engañar a muchos hombres que engañar a uno solo". Ya en los tiempos de la Grecia clásica, una de las figuras asociadas al desprestigio de la democracia fue la de los demagogos. Éstos eran gente dotada de habilidades retóricas, capaces de dirigirse con éxito a la asamblea de ciudadanos, fuera con el fin de que ésta tomara una decisión colectiva que favoreciera unos intereses particulares, fuera apelando a las emociones o sentimientos de los presentes aunque fuera al precio de marginar los elementos más racionales implicados en el tema que se debatía. Tucídides nos cuenta como el mismo Pericles censuraba a la asamblea ateniense por su carácter volátil, es decir, por ser los ciudadanos incapaces de mantener la política que ellos mismos habían decidido poco antes. Desde hace milenios se sabe que el público, cuando está reunido en masa, cambia fácilmente de opinión al albur de lo propuesto por sus líderes. Ello llevó ya a Aristóteles a incluir en sus propuestas de reforma constitucional la separación de las funciones de deliberación de las de decisión. Las asambleas suelen hacer mucho mejor lo primero que lo segundo.

En la época moderna, el liberalismo político -y luego la democracia liberal- hará suya aquella crítica a la democracia antigua en los principios del parlamentarismo. En el revolucionario siglo XVIII americano, James Madison dirá incluso que el "gobierno representativo" (liberal) es superior a la democracia, entre otros motivos por tener como efecto "refinar y ensanchar los puntos de vista públicos al filtrarlos a través de un cuerpo elegido de ciudadanos cuya sabiduría podrá discernir mejor los verdaderos intereses del país y cuyo patriotismo y amor por la justicia estará probablemente menos dispuesto a sacrificar dicho interés por consideraciones parciales o temporales" (Federalist Papers, 10). Menos mal que dijo "probablemente". Especialmente cuando vemos quiénes dirigen actualmente la democracia liberal más importante del planeta. Pero la advertencia sobre los límites de la democracia y sobre la inevitable profesionalización de las elites políticas es algo que nunca debe perderse de vista.

Una de las grandezas de la democracia, también en la actualidad, es que constituye una búsqueda permanente, un discurso inacabado, un experimento constante. Cuando se plantean cambios para mejorar las democracias, desde los tiempos de la Grecia clásica hasta la actualidad siempre se acaba en dos terrenos: la educación y las reformas sociales y constitucionales. La educación puede favorecer un cierto ethos colectivo a favor de valores y comportamientos más solidarios, pero sin reformas no hay adaptación a la creciente complejidad social, cultural y tecnológica de las sociedades modernas. Y estas reformas necesitan contar con buenos profesionales de lo público.

Los políticos democráticos, en fin, reciben de los ciudadanos su sueldo y su popularidad. Nos envuelven con sus lenguajes, directos pero alambicados. Es un oficio que casi nunca es fácil. Ni cuando se gobierna ni cuando se está en la oposición. Por ello comparto la comprensión, incluso la simpatía, con la que Shakespeare suele tratar en sus tragedias el siempre difícil y ambivalente oficio del político. Lo dice su Enrique IV (utilizo la traducción catalana de Salvador Oliva): "Per què amb aquestes bones noves em sento més malalt? / Per què mai no em visita la fortuna amb les dues mans plenes, / si no que escriu bones paraules amb lletres mal fetes? / O bé dóna un estómac i nega l´aliment / (tal com passa entre els pobres amb salut), o bé una festa, / i treu la gana (i així passa entre els rics, / que tenen abundància i no poden fruir-la)". (Enric IV, 2ª part, AIII, EIV.)

Esta dificultad y ambivalencia están hoy relacionadas con la complejidad moral e institucional desde la que se organiza la vida política en las democracias en un mundo global, así como con la "insociable sociabilidad" que, en afortunada expresión de Kant, caracteriza la relación de los humanos con las colectividades en las que viven. Colectividades desde las que interpretan quiénes son y qué demandan a una clase política a menudo bastante insegura entre los problemas que no han previsto y sus tambaleantes certezas.


F. REQUEJO, catedrático de Ciencia Política en la UPF y autor de ´Pluralisme i autogovern al món. Per unes democràcies de qualitat´, Eumo 2005