30 de diciembre de 2005
Atrapado en mi pueblo poblano no puedo hacer otra cosa más divertida que venir al cibercafé de la plaza mayor y luego a mi bar de todas las confianzas.
Hace un rato una señora me reconoció y me detuvo a una calle de mi casa. Sin bajarse de su coche me preguntó, "¿eres Manolo?", a lo que dije, "sí". Acto seguido soltó la pregunta del millón: ¿por motivo de quién había visto el listón negro sobre mi zaguán? Sin pensarlo solté toda la historia, desde los antecedentes de la hospitalización hasta el desenlace y lo que actualmente sucede. Como veía que no paraba, es más, intensificaba mi relato, mi interlocutora comenzó a mostrar signos de desesperación. Querías una historia, ¿no?, bueno, aquí la tienes, pensé. Y no paré hasta que casi me arrebató la palabra. Me exalté tanto que en una pausa me percaté que estaba dando pequeños golpecitos con mi índice derecho sobre su puerta de manera repetitiva.
La verdad, todo ha sido consecuencia de los sentimientos encontrados que me provoca volver a este lugar en el que pasé mis primeros 17 años de existencia: odio y amor, pertenencia y desprecio. Su pregunta sólo fue el fósforo que hizo que todo se incendiara y tuviera un canal.
Ahora me dirijo al bar que más me gusta. Tiene un nombre que jamás me ha convencido del todo (Colorines), pero cuyo servicio e historia son totalmente suficientes para borrar ese pequeño detalle. Sobre su barra han pasado innumerables cosas en solitario y con mis colegas de toda la vida. Ha visto encuentros y desencuentros, intensísimas pláticas sobre la vida, el futuro y el progreso, peleas reprimidas, lágrimas por mujeres que se fueron, euforia por las mujeres que llegaron, reconciliaciones y solidificación de vínculos de amistad para toda la vida. Todo bajo la mirada impertérrita de Fermín, nuestro camarero de cabecera, el cual, como suele suceder en estos casos, no toma nada (salvo su complemento alimenticio de semen de ballena, je) y al auspicio de un tarro o un vaso pletórico de algo.
Veo el almanaque y distingo la antesala de la fecha crucial: 30 de diciembre de 2005. Recuerdo un capítulo del libro Generación X de Coupland que se titulaba "31 de diciembre de 1999". La supuesta última noche del planeta. Ja. Ahora la recuerdo y pienso que todo fue una mala jugarreta de los medios: ni se acabó el mundo ni vino el tremendo Y2K ni se colapsó la humanidad. Simplemente fue una noche más de borrachera y resaca simultánea. El clásico conteo del diez al cero con las uvas atascando las bocas y las gargantas de los mortales. El preludio del concierto de balas lanzadas desde la más inverosímil colección de armas de fuego cobijadas por la noche. El último reducto que encuentran los adolescentes para decir papá, luego vengo, voy a con mis amigos al antro porque aquí apesta.
Hoy, casi después de seis años de esa fecha apocalíptica aquí seguimos muchos. Por ejemplo, estamos ustedes y nosotros a través de este vínculo virtual. Yo aquí en este pueblo atrasado de la Sierra Norte de Puebla, escribiendo en este ordenador y a punto de beberme una cerveza. Ustedes, allá, desde sus propias trincheras vitales.
Un abrazo para los colegas de verdad.
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