Autobiografía procaz
René Avilés Fabila
Soy René Avilés Fabila, nací en el DF y aquí estudié hasta concluir Ciencias Políticas en la UNAM. Luego, fui a la Universidad de París, a realizar estudios de posgrado. No sé para qué, pues siempre quise ser escritor, autor de novelas y cuentos. Comencé a escribirlos alrededor de 1960, o un poco antes, junto con una generación rebelde que encabezaban José Agustín y Parménides García Saldaña. Nuestro gran maestro fue Juan José Arreola, pero yo tuve otros más: Juan Rulfo y José Revueltas. Del primero aprendí literatura, del segundo ética política, el ser permanentemente crítico.
Aunque me siento más cuentista que autor de largas extensiones, mi primer libro publicado fue una novela, Los juegos, 1967, la que no encontró editor, tal como lo he contado en varios momentos, especialmente cuando en 2007 se cumplieron cuarenta años de la edición de autor. Fue una salida exitosa y plena de escándalo. Unos me insultaron y otros me defendieron con igual vehemencia. Era una obra contracultural y puesto que nada ha cambiado en el país culturalmente hablando, sigue siendo tan válida como cuando apareció. Siguieron multitud de novelas y libros de relatos breves. De las primeras, me quedo con Tantadel, El reino vencido y El amor intangible, aunque debo aceptar que mucho le debo a El gran solitario de Palacio, donde narro la masacre de Tlatelolco. Mis cuentos amorosos y los fantásticos, ahora reunidos en cuatro volúmenes ‹Todo el amor (I yII) y Fantasías en carrusel (I yII)› son los trabajos que más me gustan. De mis libros autobiográficos tengo predilección por tres: Recordanzas, Memorias de un comunista y El libro de mi madre.
De los premios y reconocimientos obtenidos me quedo con la beca del legendario Centro Mexicano de Escritores, allá por 1965, donde trabajé con Juan Rulfo, Juan José Arreola, Francisco Monterde y donde escribí mi primer libro de cuentos cortos: Hacia el fin del mundo, editado por el Fondo de Cultura Económica. El Premio Nacional de Periodismo, por cultura, me lo dieron en la época del Innombrable, es decir, Carlos Salinas, y el jurado lo encabezaban Rafael Solana y Edmundo Valadés. El Colima por el mejor libro publicado lo obtuve con un libro que amo: Los animales prodigiosos, ilustrado por José Luis Cuevas y con prólogo de Rubén Bonifaz Nuño. Cuando cumplí treinta años como escritor, el homenaje me conmovió mucho, pues entre los organizadores estaban Bellas Artes, el Fondo de Cultura Económica, la UNAM, la UAM, el IPN, la Casa Lamm y la Fundación Alejo Peralta y cuya duración fue exactamente de un mes.
Al periodismo llegué igualmente joven. En 1961 crearon un nuevo diario: El Día, era un medio avanzado y de alguna manera crítico hasta donde en esa época se podía llegar. Arranqué escribiendo artículos, entrevistas y notas bibliográficas. Luego pasé al suplemento cultural de Fernando Benítez, ya en Siempre! un tipo fabricante de buenas secciones culturales que era francamente insoportable y muy amigo de Carlos Hank González, al que le hizo un libro apologético. De allí pasé a la Revista mexicana de cultura, suplemento cultural de El Nacional, el diario del gobierno mexicano. Lo dirigía el poeta español, militante comunista de talla, Juan Rejano, mi más acabado maestro de periodismo y un amigo entrañable, heredado de mi padre.
Mientras estaba yo en Francia (1970-73), mandaba algunas colaboraciones a Excélsior, entonces en manos de Julio Scherer, el único periodista que tiene teléfono directo con Dios y que sólo entrevista presidentes de la República. En 1975 o algo así, un grupo de periodistas y escritores fundamos el Unomásuno, bajo la conducción de Manuel Becerra Acosta, un periodista en verdad notable con un carácter de los mil demonios y muy mal vino. Allí me hice articulista de fondo y hasta hoy no he dejado el género, es donde mejor me siento. En 1984 entré a Excélsior de modo formal, a petición de mi querido amigo Nikito Nipongo. En esa cooperativa estuve unos quince años o poco más. Fundé el suplemento cultural El Búho y con él gané todos los premios de periodismo habidos. Fueron buenos tiempos. Pero de pronto todo cambió: yo pedí la renuncia de Ernesto Zedillo y Regino Díaz redondo me dio la mía a través de un novelista cubano, Lisandro Otero, un tipo de doble o triple moral, según dónde y con quién estuviera. Salí de tal diario con unos setenta colaboradores. De ello nadie supo nada. Lo llamé, en un artículo que fue a parar a una revista de corte académico, el callado golpe a la libertad de expresión. Parece que se necesita ser Scherer o Aristegui para que se percaten que uno también tiene su historia y ha luchado por la libertad de expresión. El colmo fue la ironía barata de Miguel Ángel Granados Chapa quien dijo que nadie derramaría una lágrima por el suplemento El Búho en un artículo de asombrosa solidaridad gremial. También me corrieron de IMER cuando llegaron en tropel Vicente Fox y Santiago Creel y alguien vio mi currículum de militante comunista y mis programas izquierdistas donde exaltaba a Revueltas, Juan de la Cabada, Diego Rivera y Siqueiros... Lo lamenté porque en esos micrófonos estuve unos diez años. En ese momento sólo Beatriz Pagés y Carlos Ramírez (Siempre! y La Crisis, respectivamente) me tendieron la mano. Finalmente, cuando los cooperativistas corrieron a Regino y su pandilla, regresé a Excélsior para ser articulista de primera plana y último director de la revista decana de México: Revista de Revistas. Quebrado, este diario fue adquirido por Olegario Vázquez Raña. Y allí sigo --igual que en las revistas Siempre! y Libertas--, ya sólo como colaborador en la página editorial.
El lado bonito de mi vida está en la literatura, hoy, luego de una carrera de más de cuarenta años, la editorial Nueva Imagen está editando mis Obras completas y van en el tomo 15. He hecho periodismo sin pensar en los partidos, ni en el poder económico o político, lo escribo para posibles lectores. A veces hay coincidencias, otras no. Hoy el país está enfrentado y prevalece la confusión. Ni modo. Se me olvidó decir de qué vivo: del sueldo de profesor de tiempo completo en la UAM-X, en la carrera de Comunicación. Tengo una fundación cultural que lleva mi nombre y acabo de crear el Museo del Escritor, aunque pequeño por ahora, único en el mundo. Estoy casado desde 1965 con Rosario, a la que conocí en la preparatoria 7 en el lejano año de 1960. Es doctora en Economía y me mantiene cuerdo, lo que no es poca hazaña. No tengo hijos y en consecuencia tampoco nietos, ello me permite aprovechar muy bien mis ingresos. Nunca creí en Santa Claus y menos en los reyes Magos, tampoco en Dios. Lo intenté, pero fracasé a eso de los quince años, más o menos a la edad en que Sartre dejó de lado la idea de un ser supremo y sobrenatural, todopoderoso y una religión que se basa en el temor. De ello estoy orgulloso.
Una vez que me he presentado, quiero decir algo en mi abono de mis creencias políticas. Hace unos días un periodista me preguntó por mi ideología. ¿Qué carajos soy, en qué creo? Dije: soy un dinosaurio atrapado en el hielo. Moriré dentro de poco sin que los ideales en los que puse toda mi fe aparezcan. Los pocos países que se califican como comunistas, China, Vietnam, Cuba, Corea del Norte, no son más que remedos que tienden a desaparecer. China pretexta: dos sistemas, un país, pero el capitalismo que Mao y los suyos rechazaron ahora se enseñorea por todo el territorio. A Cuba la historia le jugó la peor broma de la historia: al derrumbarse el bloque soviético y darle paso a las desigualdades y a los grandes vicios y defectos del capitalismo, Fidel Castro y la Revolución cubana se quedaron colgados de la brocha. Como escribí al final de mis cuentos fantásticos: Me quedo con la utopía de Marx. Es posible seguir soñando y así soportar el injusto sistema que a mi alrededor crece y se consolida creando enormes desigualdades e injusticias.
Ahora, en 2008, nunca he escuchado tanto el término izquierda, se ha fatigado, carece de sentido. Diariamente alguien (residuo del lamentable PRI, fanático de AMLO o pésimo lector de periódicos) sin la menor idea se refiere a este concepto seguramente flexible, ya ambiguo y capaz de tolerar la opinión de cualquier necio e ignorante.
Hace unos ocho años, por propuesta del filósofo mexicano Leopoldo Zea, fui invitado a formar parte de la Société Européenne de Culture, cuyo presidente honorario era el notable pensador italiano Norberto Bobbio. Acudí, entre otras cosas, pensando ilusionado que podría conocerlo. Me interesaba saber su opinión sobre los cambios políticos luego de la caída del socialismo llamado real y en ese nuevo contexto qué significaba la izquierda, cuál era su papel. Por desgracia, dicha organización no entendió mi postura, no veíamos la globalización del mismo modo. Italia ha imaginado a los norteamericanos como liberadores después de 1945 y nosotros, los latinoamericanos inalterablemente, como opresores. Para mí la globalización hecha bajo el peso del sistema político anglosajón, con sus conceptos de democracia y libertad, no son por completo válidos sin nuestra propia concepción. Mi trabajo de ingreso fue criticado y tuve que escribir, al año siguiente, ahora en Segovia, España, una réplica llamada “En la ruta de Rubén Darío”, para dejar en claros nuestras diferencias políticas basadas en la historia de cada país.
Mi formación fue la de un marxista-leninista (incapaz de pelearse con Trotski y Mao Tse-tung, mucho menos con Ernesto Guevara) en una época en que el mundo parecía globalizarse en rojo. Esto es, pertenecía yo al comunismo histórico, donde la rigidez, el autoritarismo y el sectarismo jugaron un papel deformador y poco democrático. Mi sentido del humor y admiración por la literatura me salvaron de caer en la trampa del dogmatismo, tal como narro en mi libro Memorias de un comunista, maquinuscrito encontrado en un basurero de Perisur. Además estaba convencido, luego de la lectura de los clásicos del marxismo, que Lenin había hecho una revolución torciendo el pensamiento de Marx. Previsto para naciones altamente desarrolladas, la revolución “proletaria” se llevó a cabo en países atrasados, Rusia y China incluidos, donde apenas había obreros. Fue, para uno, formado por personas como Juan de la Cabada, José Revueltas, Vicente Lombardo Toledano, y españoles como el poeta Juan Rejano, que llegaron luego del fracaso de la República, una tragedia. Pero si se quería un cambio serio, profundo, no había otra posibilidad que intentar la hazaña. Fue chistoso ver cómo mis compañeros de escuela hacían fortuna al amparo del sistema, mientras yo me desgañitaba repitiendo las ideas de Lenin y Guevara, pagaba mis cuotas al Partido Comunista y peleaba contra el PRI y el PAN. Para colmo me metí de lleno en el movimiento estudiantil de 68, cuando los dirigentes perredistas estaban del lado del PRI. Ahora las cosas mueven a risa. No hace mucho, un alto funcionario de Luis Echeverría, López Portillo y Miguel de la Madrid, me criticó mi aversión por el PRD. Andrés Manuel es quien debe dirigir al país, es el presidente legítimo… Escuché las necedades con indignación: el tipo ya era rico y un saltimbanqui político como la mayoría de los aventureros que pueblan dicho partido. Me hizo recordar a mis maestros de marxismo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, a Víctor Flores Olea y a Enrique González Pedrero principalmente. Me atiborraron de marxismo y luego los miré en el PRI disfrutando de cargos oficiales de excepción, mejorando día con día sus haciendas personales. Ya están de regreso y quieren decirme que son la “revolución”, la “izquierda”. Son todos ellos un insulto a la inteligencia, a la dignidad. Están donde mejor les va, el país es un botín. Punto.
Si mal no recuerdo, ingresé a la Juventud Comunista con menos de veinte años de edad, como he narrado en Memorias de un comunista…. Tenía para la causa un defecto o dos: era crítico y muy abierto al grado de ser calificado por algunos camaradas de maoísta, padecer “desviaciones capitalistas” (me encanta bañarme y vestir bien) y más adelante, me señalaron como simpatizante de Trostsky y algunos tan en serio se tomaron la “acusación” que Ricardo Pascoe, entonces sindicalista y miembro de la Cuarta Internacional, me invitó a que saliera del PC y militara en su organización. Inolvidable comida que me vi obligado a pagar.
Nunca estuve en ningún otro partido que no fuera el Comunista. Cuando en lugar de modificar su estructura e ideario se suicidó (carecía de alternativa), me concentré en la academia, la literatura y el periodismo cultural. Después, Cuauhtémoc Cárdenas formó el PRD y fui invitado a formar parte del grupo organizador a través de Adolfo Gilly. No. Ya había pagado mi cuota de militancia y necesitaba la libertad y la independencia. Allí se hablaba de izquierda pero con moderación y distancia, no era fácil que personas que venían del PRI y de turbias luchas sociales de pronto, como por arte de magia, fueran la Izquierda (así, con mayúscula). De esta manera llegamos hasta López Obrador, Manuel Camacho, Arturo Núñez, Socorro Díaz, Ricardo Monreal y Marcelo Ebrard, unos formados en el PRI de Echeverría, otros en el de Salinas. Para ese momento la política estaba tan envilecida que ser acusado de derecha era el menos grave de los insultos. Una turba de auténticos rufianes se convirtió en La Izquierda. Ninguno quiere cambiar el rostro del país, desean con vehemencia hacerse ricos y tener poder. Carecen de un proyecto ideológico serio, inteligente; hablan vaguedades y su demagogia los ha llevado a decirnos que en un país donde todo, absolutamente todo, le pertenece a los particulares, el petróleo debe ser estatal. Eso es lo revolucionario. Personalmente sigo creyendo que el Estado tiene que ejercer el control de los medios de producción, pero no veo la forma de obligarlo a ello, es una tarea imposible. La globalización, y México está dentro del proceso, marcha contra los vestigios de tal causa que se desprestigió enormemente. La izquierda real (que existe fuera del PRD) deberá buscar otra forma de hacerle justicia a la sociedad.
La carencia de ideas, de estadistas, nos ha llevado a creerle a cualquier demagogo iletrado que dice ser salvador de la patria. En el tercer piso del Palacio de Bellas Artes hay una copia que Diego Rivera hizo de su famoso mural del edificio de Rockefeller, en Nueva York y que fue destruido porque estaban las imágenes de Marx y Lenin. Allí destaca una manta que los proletarios agitan, claramente dice: Queremos trabajo, no limosnas. Tiene razón, convertir en mendigos a los ciudadanos es quitarles la dignidad, robarles la decencia. No importa si son madres solteras o viejos. Las dádivas son para las fundaciones de los ricos, para el altruismo de los millonarios, para los gobiernos capitalistas, mientras que el trabajo es para una sociedad justa y equilibrada, en una palabra, socialista. Ahora quien no está de acuerdo con el PRD, es de derecha. Si uno no lee La Jornada es fascista. Si la izquierda es López Obrador cuyo egocentrismo, demagogia y demencia lo obligan a compararse con Cristo y verse crucificado por la reacción, si la forman el niño burgués Ebrard, los pillos René Bejarano, Alejandro Encinas, Carlos Ímaz, Alejandra Barrales, Guillermo Sánchez Torres, Francisco Chíguil, El Pino o Joel Ortega, si para ser izquierdista hay que sumarse a una de las mafias del PRD, de acuerdo, no soy de izquierda ni quiero serlo. La corrupción no se me da, tampoco el populismo. Soy un simple escritor de literatura que desprecia a todos los partidos. Es todo. Me rindo, camaradas perredistas, no manden más correos acusándome de derechista porque no tienen puta idea lo que significa ser de izquierda, porque hasta hace poco la inmensa mayoría militaba en el PRI y ahora hacen dinero a manos llenas al amparo de sus nuevas siglas, porque los conozco y porque ahora estoy a punto de ser anarquista. Vale.
1 Comments:
Señor, ¡ha sido un gusto conocerlo!
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