Clonazepam y circo
Hoy es uno de esos días largos y pesados típicos del inicio de semana. Se presta para reflexiones sombrías y desesperanzadoras.
Todas las oficinas tienen ese sesgo denso y asfixiante de las relaciones humanas llevadas al extremo de lo forzoso. Convivir más de ocho horas con las mismas personas puede conducir a la locura prematura. Y eso que aquí la palabra convivir no se refiera a interrelacionarse, sino simple y llanamente a permanecer y compartir un mismo espacio, es decir a cohabitar.
Recuerdo que en el Ministerio existía toda una compleja y ruda madeja de odios, rencores y sentimientos a flor de piel entre los que la integrábamos. Secretarias que no se hablaban, jefes que odiaban y buscaban la manera de despedir a sus contrapartes, eternos resistentes de cualquier embate de la hiperrealidad, grupúsculos y mafias solidificadas con el paso del tiempo. Además, claro, la invariable división entre los jefes y los no jefes, la cual siempre es terreno fértil para la intriga, la sospecha, la sorna y el rencor mutuo.
Estar bajo el mismo techo ocho horas --o más-- durante cinco días de la semana. Vaya cosa. La locura. En verdad la razón logra imponer sus métodos entre los humanos de vez en vez. ¿Cómo es posible que un día cualquiera no explote toda la ira acumulada por años? Quizás suceda de forma cotidiana en diferentes espacios, aunque a mí jamás me ha tocado ser testigo directo. La razón y, claro, el temor a perder la fuente de ingreso.
Lo peor viene cuando existe trabajo que exige atención y plazos específicos para su cumplimiento. ¿A qué me refiero? A que cuando el ambiente laboral está relajado en términos de tareas y resposabilidades, pues todo el mundo se la pasa bien, se declaran amores y afectos por doquier, y las sonrisas y las bromas se desperdigan en todo el piso. Sin embargo, cuando hay trabajo por hacer todo cambia: surgen como hongos después de la lluvia todos los viejos rencores encarnados en reclamos por los horarios de llegada, la responsabilidad reflejada en la nómina, en los privilegios que algunos gozan, en el compromiso que unos muestran frente a los demás, en las clásicas rencillas por cuestiones de gustos, hábitos, personalidades, apariencias y comentarios pasados. Entonces sí la oficina muestra su cara real: la de un campo de batalla en la cual todos están a la defensiva y mirando con desesperación la hora de salida.
Trabajar con amigos puede ser diferente, pero en general también cae en la categoría descrita líneas arriba. La diferencia la hace el nivel de amistad que se mantenga con aquellos compañeros de piso, taller, laboratorio, fábrica o vehículo. Si no es lo suficientemente fuerte y sólida podrá desvanecerse a la primera prueba real de consistencia. En contraste, cuando se trabaja con desconocidos también es una oportunidad invaluable para hacer amigos de verdad.
En fin.
Hoy es uno de esos días largos y pesados y, por lo visto, no logro acabar ningún texto que comienzo...
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