Onanismos mentales
Leo en el diario de hoy sobre un caso --de los muchísimos que deben existir-- de adeudos asfixiantes con las tarjetas de crédito. Se trata de un señor, digamos, equis, que tiene alrededor de 10 plásticos diferentes con bancos y tiendas departamentales. Con ellas, dice la nota, pagó desde análisis clínicos de emergencia hasta los clásicos lujos que se pueden dar los que asisten a las ventas nocturas que montan los almacenes. El resultado: hoy debe cualquier cantidad de dinero y, por lo tanto, vive angustiado.
Su teléfono suena hasta los fines de semana con la engorrosa y fastidiosa voz de los emisarios bancarios exigiendo su pago. Ha tenido que deshacerse del coche, pero lo que obtuvo fue absorbido de manera inmediata por sus adeudos. En fin. Una especie de tragedia no bíblica, pero sí hiper puntual y puntillosa (de la categoría cuchillito de palo, en los términos de las abuelitas).
Y esto me ha recordado algo: que yo detesto las tarjetas de crédito. De hecho, siempre he visto con cierto estupor las deudas, en cualquier formato que se tengan. Es decir, aquellas cosas que se pagan con dinero que, al final del día, no es tuyo, y que luego habrá que pagar a un precio mucho mayor del que representaba la operación inicial.
Encontrarse con algún deudor de tarjetas de crédito no es nada complicado. Recuerdo a la esposa de un colega del pueblo que ahora vive en Puebla que siempre se quejaba por lo excesivo de sus adeudos. Hombre, pues que deje de comprar con la tal tarjeta, ¿no? Otro colega también dice que tiene un saldo negativo de alrededor de 40 mil pesos, ¿qué tal? Un tipo de esta nueva oficina se levanta el cuello y afirma con voz peligrosamente arrogante que él no le pagó nada de lo que le debía al banco. Un caso más de esa cultura política tan mexicana del agandalle al otro.
Pero, ante esto, mi pregunta es, ¿y para qué se meten en esos problemas solitos? Hay que estar mal de la cabeza para hacerlo. Al menos eso creo yo.
En mi cartera sólo hay una tarjeta de crédito. Una. Que evito tocar en lo posible. La adquirí hace como tres años cuando tuve que comprar un libro por internet para mi tesis de maestría. Nada más. Luego me ha servido para pagar algunas cosas (por ejemplo, entradas para conciertos o partidos de fútbol) o para realizar reservaciones en las que sólo aceptan este tipo de medio de pago. Pero nada más. Y menos cuando una vez me percaté de la voracidad de estos tipos (BBVA) al haberme retrasado unos días en el pago (nunca recibí el estado de cuenta en mi domicilio), y luego ya me estaban comenzando a aparecer saldos, comisiones y demás cosas de la nada.
Siempre pago todo el saldo, nunca sólo el mínimo. Por eso creo que mi crédito se ha mantenido discretísimo, es decir no me lo han ensanchado a esos niveles que algunos presumen como muestra de su estatus social o de su poder económico. Pobres ingenuos. Cuando leo casos como el que he relatado líneas arriba me río de ellos: ¿de qué les sirve tener una, dos, tres, 40 tarjetas si luego no tienen liquidez ni para pagar un litro de leche en los ultramarinos de la esquina?
En fin. En el tema del dinero sólo hay que aplicar una fórmula sencilla y contundente: no gastar más de lo que se tiene (y menos si no es tuyo).
Y ya.
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